David a Aurora (2 años después)

Querida Aurora.

Tú no lo sabes, pero llevas varios días en mi cabeza. De haber ocurrido tiempo atrás, ya me habría dirigido a ti, seguramente llamándote trasto y explicándote que necesito contarte algo. Lo más probable es que esa madrugada sustituyese mi insomnio por una tonelada de mensajes cruzados, alguna foto, un puñado de risas y todo el margen que nos daba tu resistencia. Y es que, en algún momento, habrías caído rendida a altas horas, presa del estrés laboral y de esa manera tan particular de ver la vida que siempre te obligó a saborear cada instante, a sacar el máximo provecho al minuto en cuestión, y que dejaba tus baterías en reserva.

De pronto apareciste en un sueño. Y me desperté imaginándote. Extraña sensación. Tan habitual en el pasado, tan inconcebible ahora. Y pude proyectar una vida que no es la que me toca. No voy a extenderme en ella, porque al fin y al cabo fue sólo la fantasía de una persona. En mi defensa diré que es algo común; eso de proyectar un camino paralelo al que en realidad recorremos. Yo lo llamo los “y si…”. Ya me entiendes. Y si hubiera ocurrido aquello o lo otro. Digo ocurrir y no hablo de hacer porque nadie decide solo. Existen tantos condicionantes, tantas variables, que es una quimera pensar que de haber tomado una u otra decisión, las cosas serían diferentes ahora mismo. Es algo que jamás se sabe y eso también me resulta un jodido milagro de la existencia. No sé, pienso que si todo fuese seguro nos perderíamos mil sensaciones: decepciones incluidas. Decepciones que, felizmente, luego nos hacen valorar mejor lo bueno que llega.

La cuestión es que esbocé un universo de sonrisas y miradas, de paseos y atardeceres, de viajes y estrellas, de secretos y playas. Mi universo. Uno que incluía todo aquello que amo y todo de lo que no me puedo desprender, y al que sumar lo que tú considerases necesario. Suena bien, incluso para quien no me conozca, o no te conozca a ti. Suena bien porque a estas visiones particulares no les adjuntamos las manías, los malos entendidos, los disgustos o las diferencias. Tal vez sea justo ésa la prueba más clara de que estos paisajes son tan idílicos como irreales. Y es que, al final, en algún momento, todos tenemos nuestras desavenencias, nuestras aflicciones, nuestras rarezas.

Al despertar el otro día me toqué la cicatriz, tu cicatriz. Los puntos de sutura nunca volvieron a abrirse, pese a que una canción, película o simple amanecer pueda transportarme por un segundo a todo eso que no fue. Porque ya sabes que, como dice Sabina, no hay mayor nostalgia que añorar lo que nunca, jamás, sucedió. Nunca sucedió y quedaron como satisfacciones fallidas, regocijos de fogueo. Pero ya no importa; al pasar mi mano sobre aquella marca, me acordé de que esa herida, la que en cierto modo me hice yo solo, una mañana, sin pretenderlo, dejó de sangrar.

Lo que ocurrió tras ese breve lapso de imaginación, fue extrañamente normal: me levanté, me encogí de hombros y me puse con mis quehaceres habituales. Como si no hubiera soñado, como si no me hubiese puesto a inventar en las sábanas; aunque solo fuera por jugar un poco con la creatividad que tan fácilmente estimulan los recuerdos.

Es justo por esto que te cuento que me apeteció tanto comentarlo contigo.

La vida es asombrosa. Y cada una es, además, única. También por lo no vivido. Por los senderos que no transitamos. El renunciar a un destino nos hace descubrir otros. No diré mejores, no diré peores. Sólo distintos. Y pueden ser maravillosos. ¿Sabes? No te puedes hacer a la idea de cuántas cosas he descubierto, cuántas personas me han sorprendido o cuántos proyectos han llegado. La de veces que he estallado en carcajadas, los miedos que he superado o los retos que han ido quedando atrás.

Recuerdo lo que me costó desintoxicarme de ti. Tu veneno me había llegado hasta el tuétano. No te voy a explicar ahora lo que cuesta dejar un vicio. ¡Vaya! ¡Qué palabra esa! Le pusieron ese nombre porque nos enganchamos a todo aquello que nos hace sentir mejor, aunque nos haga daño. Vicio, le va como anillo al dedo. Tú eras mi vicio. Siempre me sentía mejor si estabas, pero pasado el efecto, el bajón era terrible. Con el síndrome de abstinencia perdí las ganas, el apetito, la sonrisa. En ocasiones rebuscaba en los bolsillos, ya vacíos de tus frases, ordenaba los cajones donde guardaba mis mejores armas para iluminarte, hurgaba en la basura, repleta de esperanza y leía aquellas declaraciones sinceras de un corazón que no me consultó antes de apostar por ti, ni se detuvo a preguntarte si tú querías participar de su júbilo. Bueno, pues no te lo vas a creer, pero hoy miro atrás y reconozco belleza en todo aquello. En recomponer agonía, en recoger pedacitos de entusiasmo útil con los que rearmar mis entrañas. Hay felicidad en la reconstrucción. Al final, la vida siempre renace, como una orquídea que encuentra sol en invierno y, cabezota ella, vuelve a florecer.

Sí, chiquilla, desde aquel sueño me ha apetecido hablar contigo. Del milagro de la vida. De la tuya, de la mía o de la de cualquier otra persona. De los renacimientos. Me ha apetecido hablar de todas las cosas que siempre nos interesaron y compartíamos, aunque ya no tanto de las que tenían que ver con el corazón. De las mascotas, la comida, el cine o el trabajo. También de las menos importantes. Hablar de lo que hablan y cómo hablan los que se quieren, pero no de aquella manera. Porque quererte, te sigo queriendo.

Sólo que no de aquella manera…

David.

CAD3

* Viene del libro «Cartas a destiempo» (https://www.amazon.es/Cartas-destiempo-Jacobo-Correa/dp/8491601228).

Han pasado dos años. Y David, por fin, puede dirigirse de nuevo a Aurora… 😉

 

* Fotos: Fotolia y Cartas a destiempo.