
Aprender de un libro, aprender de un animal, aprender de la vida…
Mafalda está ahora mismo entre mis piernas. No debe encontrarse muy bien. Sus problemas estomacales derivados de su lupus han precisado de una inyección esta mañana. Sin embargo, ha querido jugar a la pelota y ahora ha hecho algo muy particular en ella que a mí me da la vida.
Mi perra ha sido un trasto en algunos aspectos. Por ejemplo, todavía, de vez en cuando, me la lía porque no traga a según qué persona o no puede ver a algún perro. Pero tiene dos cosas mágicas desde siempre. La primera es que sabe cuándo alguien se encuentra mal. Y ahí no hay favoritos o favoritas. Cuando tenía novia se acostaba a su lado si la notaba enferma, pasando por completo de mí, y, estando en casa de mis padres, me ha despertado y pedido que le abriese la puerta cuando mi madre no podía dormir por alguna molestia física o algún episodio puntual de ansiedad; nunca por insomnio sin más. La segunda es que no le gusta ver a la gente llorar. Si ve que ocurre, se acercará a quien lo haga y meterá su cabeza entre sus manos y la cara de la persona que sea hasta que las lágrimas dejen de caer por sus mejillas. Luego volverá a lo suyo.
Desde el principio he creído que mi perra es especial. No mejor o peor que otras. Especial. Y no digo que sea la única en esa suerte. Diría que todas las mascotas son especiales. Pero ella es especial a su manera. A la manera que yo necesitaba.
De las dos cosas mágicas que he mencionado, hoy ha hecho la segunda. He terminado un libro y no he podido contenerme. A veces me pasa (y no únicamente con libros), reconozco que soy muy emocional y que determinados relatos o ciertas cuestiones me afectan. Así que a veces lloro. Y menos mal, porque es algo sano. Diría que incluso valiente, al contrario de lo que pueda parecer porque la sociología del hombre así lo dictamina. Por fortuna, vamos cambiando estas estupideces, aunque el poso queda. Pero bueno, ndank ndank, que dirían muchos de mis chicos (de ahora y de antes). Significa poco a poco en wolof.
Cuando la que era mi pareja trajo a Mafalda a nuestra casa yo trabajaba organizando el transporte en una empresa de prefabricados. Ahora soy educador de menores. Curro con adolescentes migrantes. La diferencia entre una profesión y la otra es abismal. Hay un pensamiento recurrente en mi cabeza con respecto a mi perra: ha sabido sacar una mejor versión de mí. Sinceramente, creo que ahora soy mejor persona. A lo largo de todos estos años (en octubre Mafalda hará catorce) he ido pasando por situaciones que no entendía, pero en verdad necesarias. Con ella a mi lado, enseñándome a ser paciente, comprensivo, empático. De modo que esas situaciones las he ido encarando cada vez de mejor manera (creo). A veces pienso que antes era un poco gilipollas. Habrá quien todavía lo piense. No pasa nada, está en su derecho. En el pasado me enfadaba por estupideces o mentía para evitar problemas, discusiones o, en el peor de los casos, aparentar (vaya idiota, ¿eh?). Si me he enfadado contigo o te he mentido, que sepas que ya me he dado el sermón yo solo. Y me he perdonado. Molaría que hablásemos, pero no pasa nada si no lo hacemos. Ojalá te vaya bien. Seas quien seas. De verdad.
Esto es algo importante. Aprender a perdonarse. Igual otro día tocamos el tema. Por lo pronto, diré que el perdón en uno mismo o en una misma es vital. Es volver a respirar. Es saber soltar lastre. Y liberarse. A menudo esperamos al perdón ajeno. Pero este no siempre llega. Porque no todo el mundo es como te gustaría que fuese o tiene ganas de aclarar las cosas. Y no se puede vivir con ese lastre todo el tiempo. Por eso tenemos que aprender a perdonarnos, más que a que nos perdonen.
El libro que he acabado es Hermanito, de Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia. Que yo pasaba por aquí a contar algo al respecto y después me he enrollado. En ocasiones la gente me pregunta por lo que hago, por qué digo que, no siendo yo importante, mi día a día sí que lo es. También pasa que leo en redes sociales o en según qué medios gilipolleces sobre la migración. Yo no puedo contar los casos de los menores con los que desempeño mi profesión. Pero conozco historias que estremecerían a cualquiera. La cuestión es que, como no puedo hacerlo, te voy a recomendar esta lectura. Con toda mi alma. Quizás así entiendas un poco mejor de qué va la vida. Y no hablo sólo de la de la gente que migra. La vida, en general.
El libro apenas alcanza las 130 páginas en tres partes diferenciadas y se lee muy fácil, así que no te va a costar. Si eres de esas personas que compran discursos de mierda sobre migración y después de leer el relato de Ibrahima no varías tu pensamiento, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que además de ser muy ignorante, cuando te armaron se dejaron el corazón en la caja.
PD: mil gracias a los autores. Y a la editorial.