Valor a las cosas buenas

Suenan las campanas de la iglesia por segunda vez en dos días. Me asomo al balcón y veo cómo la gente se amontona en la puerta de la parroquia. Otro entierro. Cierto es que en la zona en donde vivo hay mucha población mayor y supongo que es normal, pero no gusta. Regreso a la habitación. Mafalda duerme en el espacio de la cama que le corresponde, sobre su manta. Con esos diecisiete años que han pasado en un suspiro.

En las últimas semanas he sabido de la enfermedad de dos personas que en algún momento fueron relativamente cercanas a mi círculo y para una de ellas no hay esperanza. Vaya mierda, pienso. Demasiado joven. No es justo.

Pero es que la vida no va de justicia. Ojalá. Imaginen… Sería fantástica una meritocracia por comportamiento, por valores, por hábitos. Posiblemente la única manera de que el ser humano fuera bueno todo el tiempo y dejase de primar tanto el individualismo. Tal vez habría menos egoísmo y más empatía, menos avaricia y más generosidad, menos odio y más solidaridad. Hay quien sostiene aquello de “la vida colocará a tal o cual en su lugar”. O un ser superior, o el universo. O lo que toque. No lo compro, y es que luego hay gente horrible (y) nonagenaria.

Hace unos días cumplí años. De pronto son un montón. Creo (o quiero creer) que aparento menos. Porque, en realidad, es como si no los sintiera. Un día tienes veinticinco palos y de pronto treinta. Luego treinta y cinco. Y después cuarenta… Tienes los que sean. Y te preguntas que cómo es posible. Por otro lado, es bueno tenerlos. Estoy aquí. Respiro. Vivo. Siento. Y entiendo cada vez más aquello de que la edad es sólo un número.

La otra cara de la moneda es la que es. ¿Ya voy por la mitad (o más) del camino? ¿Quién le ha dado al x2 al tiempo? A mí nadie me ha consultado…

Te paras y piensas de qué va esto. Yo tengo mis ideas. Partiendo siempre de la base de que no estoy solo en este mundo y de que no soy más que nadie. De que soy un privilegiado por haber nacido un poco más al sur, pero no tan al este. Eso te toca y no hay más. Como te toca la gente a la que vas conociendo en el camino. El barrio, el colegio, el equipo en el que juegas, el trabajo… Luego ahí vas eligiendo. Y te van eligiendo. Vas descartando. Y te van descartando. Cierto es que también el campo se amplía en función de las decisiones que tomas. A veces tan simples (y en este caso que pongo como ejemplo tan importante) como si tienes o no algo peludo de cuatro patas en casa contigo.

Creo que esto va de ser buena gente. Podrá sonar buenista, pero es la realidad. Va a llegar un día en el que nos tengamos que marchar y al final se va a tratar de quién eres, no de qué tienes (o has aspirado a tener). Y va de qué has hecho con tu tiempo. O de qué vas a hacer. Va de quién está o no en tu vida. Y de qué haces al respecto. Con quién compartir…

Esta semana cambian la hora. Las tardes van a dar para menos. Además, se me están acabando las vacaciones, así que tocaba aprovechar para ir de charco (y/o playa) antes de que la noche recorte nuestras tardes. El día después de mi cumpleaños no fui solo. Fue el tercer gran momento del comienzo de mi nueva vuelta al sol.

Hay que darle el valor que merecen las cosas buenas. Entre las muchas felicitaciones hubo una que me alegró especialmente (todas me alegraron, pero ahora entenderán). A un amigo al que quiero mucho le va bien. Aprovechó el mensaje de audio para ponerme al día. Se está dando otra oportunidad en otro sitio, con otra gente. Es un tipo al que admiro, porque siempre que la vida le ha golpeado ha sabido reponerse y mostrar una mejor versión. Está haciendo algo bueno. Trabaja ayudando a quien lo necesita. Y le ha llegado alguien bueno(a). Sentí su felicidad como el primer gran regalo del día.

Lo segundo fue una tarjeta. Así de simple. Escrita por mi madre, mi padre y mis hermanos. Leí sólo buenas palabras, tanto que me desarmaron. Se suele dudar sobre qué pensarán de uno. Es algo que normalmente me da igual, pero no con mi familia. No es lo mismo que te juzgue quien no te conoce a que lo haga quien te ha acompañado mientras crecías. O alguien que te importa. Me he marcado como objetivo intentar ser merecedor de lo redactado.

El tercer gran momento que mencioné antes fue todo un día de paz. Bajarse del mundo y flotar. En el mar, en el tiempo. Sensación de estar bien todo el rato. De sanación incluso. Hacer cosas que te gustan con alguien a quien también le gustan, mola. Estar a salvo en una conversación cualquiera, mola. Reír con ganas, mola. Esa noche llegué a casa con el corazón (también el estómago) lleno.

Tengo a Mafalda roncando a mi lado ahora mismo. Con esos diecisiete años que apunté. Qué suerte haber podido disfrutarlos. Nos encontramos y me eligió. Pasar tanto con ella ha sido aprovechar el tiempo. A veces pensamos que nos queda tanto por delante… Pero la vida pasa. Las oportunidades pasan. Las personas pasan. Algunas, muy pocas, son irrepetibles. Valen demasiado. Tanto como para haber necesitado escribir hoy. Que vale, ya lo dejo.

Aunque creo que, de todos modos, yo me voy a quedar un ratito en ese mensaje de audio, en esa increíble tarjeta, en ese fantástico día. Me voy a quedar en esos ratos de felicidad, si no les importa. Hasta que visite a mi amigo, hasta que me toque a mí escribir en una tarjeta, hasta que pueda repetir un día como ese.

Que oye, mientras, haremos también otras cosas. Las que traiga la vida. Eso sí, buenas, espero.

El Efecto Miguel Ángel

Tras animarme a escribir, me senté con la idea de añadir aquí la típica introducción que precede a lo serio de la entrada de turno, pero después de varios intentos he entendido que posiblemente sobre. La idea era reflexionar acerca de lo que es verdaderamente importante en nuestras vidas y, a partir de ahí, llevar el texto al lugar donde cobra sentido. Porque lo que quiero contar tiene que ver con nuestro tiempo, con cómo lo empleamos y con quién lo compartimos. Supongo que a medida que cumplimos años vemos las cosas de otro modo. O a medida que adquirimos experiencia. O mejor, cuando aprovechamos esa experiencia y aprendemos de ella. Porque los años son sólo eso, un número, y nuestro grado de madurez no nos llega a todos y todas por igual. Como tampoco sabe cualquier persona cómo adaptarse a los tiempos o es capaz de mantener el entusiasmo por según qué cuestiones de la misma manera que podía un lustro atrás. O una década atrás.

Joder, menos mal que no iba a haber intro… Lo mejor es que me he desviado un poco ¯⁠\⁠⁠(⁠ツ⁠)⁠⁠/⁠¯

Hace pocos días, uno de mis hermanos compartió en sus historias de Instagram un post sobre cómo había evolucionado el empleo de nuestro tiempo a medida que avanzamos como sociedad. No voy a liarme con el proceso; únicamente voy a señalar que hoy en día más del sesenta por ciento de nuestra jornada estamos online. Esto quiere decir que el espacio reservado a otros asuntos ha sufrido una merma considerable. Entre ellos, los ratos que pasamos con otras personas, lo cual considero negativo.

Y para enfrentar eso hay dos caminos. El primero es el más obvio: pasar un poco más de la tecnología y hacer otro tipo de vida. Sin embargo, esto no depende exclusivamente de la persona que elija ese cambio, a no ser que te guste estar solo o sola (ojo ahí, que los momentos de soledad son necesarios, pero no hablamos de eso). La otra alternativa pasa por compartir.

Compartir tiempo…

No sé a ustedes. A mí me sucede que no me gusta compartir con cualquiera. Porque hablamos de tiempo. Nada más valioso, creo yo. Cuando una persona te dedica su tiempo o tú le entregas el tuyo, se trata de lo más preciado de lo que dispone o dispones. Lo demás es material, pero el tiempo no. Es algo superior. Y no sé, pero ya que no nos sobra, diría que lo ideal sería darle el valor correcto.

Recientemente descubrí por causalidad (me llegó como sugerencia a una de mis redes sociales) un fenómeno psicológico llamado Efecto Miguel Ángel. Yo lo veo más como una idea. Digamos que describe una situación en una relación donde cada persona ve lo mejor de la otra y trata de ayudarla a sacarlo, a mostrarlo. Si existe reciprocidad, la suma de las partes confluye para mejorar cada una por separado. La teoría continúa explicando los beneficios de una relación de pareja basada en esta premisa y vertiendo claves para reforzar el planteamiento, aunque yo quiero quedarme hoy con algo en concreto que se puede extraer de ahí, pero que no es el todo de este movimiento. Se trata la importancia de una premisa clave: buscar a personas que crean en ti, que saquen lo mejor de ti. Sea una amistad o alguien que te guste. Vale para todo. Incluso para una amistad que te guste cada vez más (lo bonitas que se vuelven algunas personas a medida que las conoces mejor, ¿verdad?).

Pienso que no nos encontramos con demasiadas personas así en la vida. De hecho, me da que no nos las encontraríamos si las buscásemos. Mi creencia es que simplemente aparecen. El día menos pensado. En el lugar más inesperado. Por eso no las detectamos. Porque no están en nuestro pensamiento, en nuestra lógica, en nuestros planes. Simplemente un día te cruzas con ella, te mira, te habla, te acompaña, te alivia… Te gana.  

La cuestión es que en nuestra vida siempre vamos a tener una red de apoyo, eso está claro. Nuestra familia y/o nuestras amistades de siempre. Van a estar ahí, seguro. Para lo que necesitemos, siempre y cuando puedan dárnoslo. Pero hay algunos trenes que pasan únicamente de cuando en cuando. Que tienen esas cosas que nadie más nos puede entregar. Estrellas que parecen fugaces. Y que pueden incluso descolocarnos… Pues son justo esas las que no deberíamos dejar que se nos escapen. Y es que a veces las perdemos por permanecer en satélites varados que tan solo aceptamos. Habitualmente por la seguridad de los lugares comunes, conocidos. Y no… Todo eso del Efecto Miguel Ángel no se va a dar ahí. Sino en el abrigo de esa(s) persona(s) diferente(s). La(s) que quiere(n) sacar lo mejor de ti y de la(s) que tú también sacas lo mejor.