Supongo que cuando hablé con Sergio, la semana pasada, no esperaba un texto como éste. Seamos claros: yo tampoco. Salí de su consulta tras completar una sesión que invitaba al optimismo. Los deberes marcados fueron pocos, precisamente porque las sensaciones difícilmente podrían ser más positivas. Practicar algún ejercicio para poder gestionar un posible momento de debilidad y releerme aquello que escribí cuando, hace medio año, logré ganar una batalla en esta guerra que no ha acabado («Detrás del miedo», en este mismo blog).
Tengo un examen mañana. La asignatura me apasiona: Marketing Mix. Las clases son una pasada. Marisol, que así se llama la profesora, es de ese tipo de docente que encuentras muy de cuando en cuando. Una enciclopedia. Un libro abierto. Capaz de hablar horas y horas, sin repetirse, sin dejar de enseñar. Puedo contar los maestros de tales características que he tenido en algún momento de mi vida con los dedos de una mano. No he sido capaz de estudiar una sola página de los apuntes. Ni de leer. No puedo. No estoy. Esa misma tarde debería coger un vuelo con destino Lanzarote. Y en mi cabeza no cabe nada más.
Sé que, si lo comparo con otras cosas, este problema, visto desde fuera, puede parecer menor. Pero cada individuo es único, diferente. Con sus características y particularidades. Con su mente. Que no funcionan todas del mismo modo. Esto es importante. ¿Saben ese dicho de que no debemos juzgar a los demás porque cada persona está inmersa en su propia batalla? Resulta que es completamente cierto. Y lo que atañe a la mente es especialmente delicado.
No me gusta estar atrapado, odio los lugares cerrados. Y jamás me gustó volar. Cuando me agobio, salgo de donde estoy. Me subo a mi coche o doy un paseo. Ahí arriba, como mucho, podré dar unos pasos por un pasillo estrecho… Voy a confesar algo: recientemente, un día de cine, apareció esa incómoda sensación. Nunca la había experimentado en este lugar. Y en mi caso, por fortuna, me ocurre muy esporádicamente. Pero es que viene sin avisar. Se repite el patrón. Parece que te falta el aire. Te preocupas. De repente las pulsaciones suben, se disparan. Por momentos parece que no estás, que oyes todo de lejos. El miedo hace acto de presencia, alimentando el malestar. Miras alrededor, como esperando una solución. No la hay. No donde estás mirando. La solución es uno mismo. Pero explícate eso cuando tu corazón va a mil. Es complicado. Al final pude contener mis pensamientos y seguir disfrutando de la película. Aunque no sé si se repetirá en otra ocasión y si lo llevaré del mismo modo…
Pensándolo bien, este escrito no va sobre mí. O, al menos, no únicamente. Me gustaría que la sociedad fuera más consciente y compresiva con este tipo de problemas. Ojalá todas las cabezas viniesen con un interruptor de reseteo de fábrica. Uno que vaciara toda la mierda que se amontona en la sesera. Seguro que muchos hemos escuchado alguna vez a otra persona cuestionar la veracidad de una depresión o un estado de estrés, por poner un ejemplo, de una tercera; a gente que dice que eso de las enfermedades mentales es cuento y que ellos arreglaban a Fulano o Mengano con cuatro frases, que les quitaban la tontería. El individuo es inteligente; la sociedad, ignorante.
Ignoran la lucha constante en la que viven… Como si no fuesen los primeros interesados en salir adelante, en alejarse de esas cadenas que no les permiten ser al cien por cien. Igual que yo deseo volar. Tengo un hermano, al que quiero con locura, viviendo demasiado lejos de mí. Sólo lo veo cuando regresa a la isla. Es algo que me duele cada día. Ya no es visitar todos esos lugares que te pierdes y que, de todas, todas, querría conocer. Es ver a mi hermano, joder. Por eso me revienta cuando me dicen aquello de que no es para tanto, que no sea miedica. No tienen ni puta idea.
A pesar de haberlo logrado recientemente, no las tengo todas conmigo esta vez. Y es que esto va así. A veces te sientes más fuerte, otras menos… Hace tiempo que hemos reservado una preciosa villa en la costa. Está el coche esperando y un montón de planes que llevar a cabo en un fin de semana que se presenta apasionante. Tres amigos, de esos que te cuidan, han organizado todo con la idea de dar un paso más en mi lucha. Y luego yo he involucrado a otra persona, capaz de transmitirme una mayor tranquilidad, para que se desplace con nosotros, aunque luego allí tenga su itinerario propio. A poco más de veinticuatro horas, si hubiese que embarcar justo ahora, sé a ciencia cierta que no lo haría. No sé mañana, pero en este momento, no sería capaz.
Y aquí hace su aparición otro problema. La presión autoimpuesta por no joder la aventura, por no fallarles a ellos y por no decepcionar a tanta gente que piensa que voy por el buen camino. Es una carga terrible. Retroalimenta a la propia ansiedad y resulta contraproducente. Pero está ahí, rondándote la cabeza… Esto es algo que también llevan en su mochila aquellos que sufren de otro tipo de trastornos relacionados con el cerebro. No hay que decepcionar. No es una opción el mostrarse débil. O no contar el problema, porque se sentirán extraños o por el qué dirán. Es una putada. Una muy grande.
Podría seguir con esto, tratando de explicar más al respecto. Sin embargo, no creo que sea necesario. Llegado a este punto, sobran las explicaciones. Justo porque va sobre empatía. Un poco como todo en la vida. Quien haya sido capaz de entenderlo no necesitará más líneas. El que no lo haya hecho, no lo va a hacer porque yo doble estos párrafos.
Habrá quien considere que publicar esto es un signo de debilidad. Habrá quien crea lo contrario. Y en realidad solamente dos cuestiones me parecen realmente importantes: la necesidad de liberarme y la necesidad real de normalizar y concienciar sobre temas hasta no hace mucho tabú. Cada cabeza funciona de un modo distino, no hay un modelo universal.
Gracias por leer. No escribo mucho últimamente.