El monstruo

El monstruo asomó por primera vez una noche, sin avisar. Hizo tan poco ruido que casi no recuerdo ese momento como el comienzo. No pude verlo y fue rápido. El vértigo desapareció con un abrazo y todo quedó en una anécdota.

Pasado un tiempo, el monstruo entró en la que entonces era mi casa. Y ella se despertaba sobresaltada, con el corazón a mil. Yo no lo entendía, así que trataba de restarle importancia, deseando calmarla para poder cerrar mis párpados en busca del descanso. Suspenso en empatía, materia que tuve que recuperar más adelante aún sin saber muy bien de qué iba.

Ya estando solo, el monstruo se apuntó una tarde a un partido de fútbol. Me hizo salir del mismo con las pulsaciones descontroladas y la sensación de que iba a morir ahí mismo. Un compañero puso sus dedos en mi cuello, aunque no miraba el reloj para calcular el ritmo del latido. Era secundario. Lo importante era ver cómo se desarrollaba el encuentro. Esa misma noche me acerqué a un centro de salud donde otra persona sin demasiadas ganas de trabajar y nulo deseo de saber qué ocurría me insinuó, electro en mano, que era extraño que no me hubiese pasado nada grave.

Aquello encendió la luz roja y el monstruo encontró la manera de esconderse de mí, aún estando dentro. Consulté a varios especialistas tratando de dar con el fallo de un corazón que hasta esa fecha me permitía alardes a los que jamás volví a acercarme. Taquicardias que no tenían que ver con lo físico, pero que afectaban directamente a lo físico. Cuando comenzaron a darse sin esfuerzos de por medio, el miedo creció descontrolado y cualquier aumento en la frecuencia cardíaca disparaba mis peores temores.

Que se activen las alarmas, si no hay necesidad real de huir, no es agradable.

La medicación consiguió reducir los síntomas, aunque el monstruo se dejase ver a través de mi piel, con erupciones en la cara y picores si las duchas no eran a la hora en la que mis sentidos se tomaban un receso. Y es que es agotador tenerlos disparados todo el tiempo. Estado de alerta constante. Cada día acabas extenuado. Cada día, siempre fundido…

El monstruo decidió entonces tomarse un respiro. Y yo creí haber vencido. Siempre con mi arma secreta en un bolsillo. Esa que se coloca debajo de la lengua si huele a peligro. A pesar de que ya no ocurriese. A pesar de que ya no ocurra. Aunque las pastillas acaben deshechas por el desgaste de tanto viaje sin destino. Siendo eficaces de otro modo. Al fin y al cabo, es otra manera de cumplir su función.

Entonces, creyéndome ya libre, quise solucionar el problema que tengo respecto al hecho de que el ser humano anhele volar, a pesar de que la naturaleza no le haya dotado de alas. Miré a los ojos al pánico y conseguí ganarle una batalla. Sin embargo, perdí la siguiente y evité un tercer enfrentamiento. El empate está bien cuando no se quiere perder. Esto, aunque no lo parezca, también tiene que ver con el monstruo.

El monstruo, tras comprender que evitando la lucha ya no podía atormentarme, decidió cambiar de táctica y atacar llegada la noche, cuando estuviese solo. Y comencé a no querer dormir si no compartía techo.

El monstruo se creció en mi debilidad y, poco a poco, oscureció también al sol. No tener compañía era un tormento. Ahora daba igual cuándo. Huía de casa, buscando refugio en seres queridos, sin que ellos supieran a qué se debía tanta visita. Y, por otra parte, empecé a excusarme cuando no me sentía seguro, ausentándome a última hora de reuniones de amigos o marchándome antes de tiempo si la intranquilidad se apoderaba de mi pecho.

Así fui alcanzando la peor de las estaciones, que es la apatía…

Los días pasaron a ser fotocopias grisáceas, sin motivación ni colores con los que cambiar el decorado. Y todas las cosas normales que siempre hice resultaban ser tremendamente complicadas. Los paseos con mis perras, cortos y siempre con la casa a la vista. Una simple ducha, en el menor tiempo posible y mejor si había alguien en otra habitación. Hacer ejercicio, escribir, comunicarme, comer, moverme. Tareas complejas.

Yo, que siempre supe disfrutar de mis ratos de soledad, me asfixiaba si nadie compartía el mismo aire.

Claro que en esas ocasiones no estaba solo, aunque así lo creyera. Estaba yo, sí. Pero también estaba el monstruo.

Y el monstruo me quería solo para él, así que me susurraba al oído que no hiciera planes, que todas esas oportunidades no eran para mí, o que no enfrentase ningún desafío. «Huye. Huye de esta o aquella situación. Huye de esa persona. Huye de tus deberes, de tus necesidades. Huye de todo». Y tanto huí que dejé de ser yo mismo. Y ese yo que no era yo alejó incluso a seres que me sostenían, que me iluminaban.

Ni siquiera sé todo lo que me perdí durante tanto tiempo. Se pierde tanto cuando se pierden las ganas…

Y aún al monstruo le quedaba otra carta que jugar. Su joker particular. «La gente no lo va a entender. ¿Sabes qué van a decir de ti? Que eres débil. Que te domina la mente». Y me lo creí. Porque, en su momento, yo mismo pensaba que estas cosas no eran para tanto, que no podían ser graves. Sabía lo que se pensaba desde fuera.

Qué mierda de sociedad esta que impone tabúes a las emociones. Sociología de un mundo que omite la educación emocional. Educación que enseña todo lo que se espera de cada persona, sin preguntar a esas mismas personas qué quieren ser o cómo se sienten con lo que son.

Claro que de los valores equivocados también se podría hablar largo y tendido. Y de cómo nos afectan…

Es una putada cuando no comprendes lo que ocurre. Cuando no eres capaz de expresarlo. ¿Cómo? Si de esto no se habla. Y si alguna vez has escuchado algo, ha sido negativo. Como poco lo relacionan con la tristeza, pero no es tristeza. Ojalá. Triste he escrito muchas hojas. En ese agujero negro no hay nada de lo que se pueda sacar algo de provecho.

Tuvieron que empujarme. Una tarde me presentaron a un tipo que se dedica a cazar monstruos. Y que enseña a pelear con ellos. Así que comenzamos a vernos. Primero una vez a la semana. Luego una cada dos. Más tarde, cada tres… Hasta que un día era yo el que preparaba las trampas por si el monstruo volvía. Y el cazador me dijo que ya no necesitaba de su ayuda.

El monstruo había desaparecido.

Titán

Hace unas dos semanas volví a visitar al cazador por primera vez en mucho tiempo. Y hablamos de un montón cosas. De lo que brilla de la vida, del querer o del futuro. Joder, del futuro. Queda tanto por sentir ahí… Hay tantas ganas de sentir…

Igual mucha gente ya lo ha adivinado, pero mi monstruo se llama Trastorno de Ansiedad. Y aunque sé que está en alguna parte, ya no viene conmigo a ningún lado. Hasta tengo programados dos vuelos. Dos batallas a ganar. Porque, por fin, voy a la lucha sin carga adicional.

Hoy reconozco al monstruo en otros rostros. Veo a gente lidiar con él. Y también he redescubierto a quienes tuvieron que hacerlo, cercanas o no. Familiares, amistades o incluso personas que crees inmues: iconos deportivos, tipos que con una profesión como excusa te hacen reír a diario (y que de repente una tarde publican un vídeo que sirve de bálsamo) o personalidades varias siempre bajo la poderosa luz de brillantes focos. Porque el monstruo es más común de lo que podamos imaginar. Y no respeta posición, educación o situación. No respeta nada. Una de cada cuatro personas se ha enfrentado, se enfrenta o se enfrentará a un monstruo como el mío. Y probablemente no adivinarán un motivo. No cuando asome. Y se sentirán desamparadas, incomprendidas…

Así que me he animado a compartir mi historia, a confesar mi experiencia, para hacerles saber que, por fortuna, hay un montón de cazadoras y cazadores de monstruos que están ahí para cada persona que los necesite. Para ayudar a cada una a reconocer su problema, para impulsarla a querer enfrentarlo y para darle las herramientas para vencerlo.

De modo que quiero transmitir un mensaje de optimismo, de esperanza. Se puede. Yo pude. Otras personas han podido. Así que si te ocurre y, por lo que sea, me estás leyendo, que sepas que te lo debes. Busca a tu cazadora o cazador y pídele que te adiestre.

PD: ya que he llegado a este punto, voy a permitirme dar un consejo a quienes conviven con alguien que esté sufriendo este proceso: nadie quiere tener ansiedad y es muy importante lo que se les dice a estas personas. Hay que ser amiga o amigo, no psicóloga o psicólogo (deja ese rol a la o al profesional). No hay soluciones mágicas, aunque a ti te puedan parecer lógicas. Y es que no hay un sentido racional a todo esto. Lo mejor que puedes hacer es estar. Sin más.

Aquí, un vídeo de PlayGround que explica muy bien el proceso y viene de lujo tanto para los que están dentro como para los que lo viven desde fuera:

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