
Cruzo el pasillo de la casa de mi abuela. En la esquina del salón está doña Pepa, su madre. Me ve y me llama. Me dice Cubito, de Jacobito. No recuerdo que acertase correctamente el nombre de alguna de mis primas o alguno de mis primos. Mete la mano en su bolsillo y saca un par de caramelos de la vaca (aquellos de nata) y me los da a escondidas, como si nadie supiera de sus trapicheos. Una noche me tengo que quedar en casa de una de mis tías. Carmen, que vive justo encima de la casa de Lala, mi abuela. Me despierto y el ambiente está enrarecido, pero no sé muy bien por qué. Me entero yendo al colegio. La bisabuela ha fallecido, a sus 100 años. Era un enano. Lo entendí mucho más tarde. Esos caramelos serán siempre especiales.
Mi abuela Tita y mi abuelo Tomás llevan un tiempo viviendo en Guamasa, justo en la casa de al lado de la de mis padres. Ella ya no es la misma, pero él está fuerte como un roble. El mecanismo que dirige la cabeza de mi abuela va deshaciéndose poco a poco. Yo me doy cuenta, aunque me niego a aceptarlo. Es ingresada. No la voy a ver mucho, como negando lo que está ocurriendo. Llega el día y nos desplazamos a La Gomera, lugar del entierro. A pesar de acercarme a la treintena mis recuerdos no son nítidos, todo parece lejano. Volvemos a Tenerife y a los tres días suena el teléfono. Mi madre, asustada, piensa en mi hermano menor, que se ha quedado en la isla redonda con mi tía y mi abuelo. Pero es este último, que, sin más, se paró. Aguantó 72 horas sin mi abuela. Un hombre no muy mayor, con una fortaleza enorme, curtido en fincas de plataneras y terrenos escarpados, que se apaga de golpe. Barco de nuevo. El cementerio a tope. Antes de que cierren para siempre su ataúd le doy un beso en la frente. Está helado. Esa noche, cuando mi familia duerme, rompo a llorar. Demasiados veranos en Hermigua que de buenas a primeras me parecen escasos. Nunca más esas tortillas para recibirme cuando la guagua me dejaba en las escaleras que conducían a aquella humildísima casa, nunca más desayunos con huevos fritos de gallina recién puestos, nunca más aventuras con aquel hombre al que conocían en cada rincón de su tierra.
Estoy de nuevo en La Gomera. Con mi pareja de entonces. Vacaciones programadas desde hacía tiempo. Unos días en ese hotel tan famoso de siempre que es más nombre que otra cosa. El resto, en aquella pequeña casa que ahora debe llenar sola mi tía. Me confirman la noticia por teléfono e incineran a mi otro abuelo estando yo fuera de Tenerife. Pido que lean algo que escribí de él y que conservo en mi ordenador. No sé si llegó a hacerse. Pocas cosas más jodidas que ver cómo el hombre más duro que jamás conocí se acercaba al final. Puta enfermedad. Antes de ella estuvimos enfadados mucho tiempo. Da igual el porqué. Cuando le llegó hicimos las paces sin decirnos nada. Y su sonrisa cuando me reconocía la interpretaré siempre como la alegría de haber arreglado lo nuestro antes de que fuera tarde. El respeto máximo que infringía contrasta con la debilidad progresiva que se apoderaba de él a medida que avanzábamos en el calendario. Aún sabiendo que está en esa urna, no siempre que regreso a su casa me acerco a ella. Me hace sentir frágil, vulnerable.
Mi abuela tiene ya 93 años. Es la persona que más admiro en el mundo. Una cabeza privilegiada y una discreción inigualable. Cuéntale lo que quieras, que, si dice que queda entre ella y tú, nadie más va a saber de qué hablaron. La veo cansada, pero con su sonrisa de siempre. No hace mucho se rompió la cadera. Sin embargo, volvió a caminar, aunque de aquella manera y con andador. Todos los días se levanta para echarse unas partidas al parchís y resolver unas cuantas sopas de letras. Es la jefa de la familia. La que nos sostuvo al resto. La que nos dio todo. El mejor potaje de la historia, las mejores anécdotas que puedas escuchar. Su voz siempre calmada, sus explicaciones cargadas de razón y lógica. Su moral, su integridad. Últimamente la visito poco. Soy idiota. Cuando lo hago, en ocasiones, no sé muy bien qué decirle. Me quedo mirándola y vuelvo a tiempos en los que fui muy feliz. No puede ser que ya estemos en este punto. No puede ser que haya cosas que ahora le cuesten tanto. ¿Qué estoy haciendo que dejo pasar tantos días sin dejarme caer por ahí? Con todo lo que me dio, con todo lo que merece…
Mis abuelas y abuelos son solo cinco ejemplos. Personas que han estado ahí más o menos tiempo. Personas que me han importado y a las que he querido. Infinidad de momentos que serían imposibles de enumerar. Pero infinidad de cosas que me hubiera gustado hacer. O volver a hacer. Y tantas palabras que nunca pronuncié…

Ayer cumplí años. Tantos como para que mi yo del pasado me llamase señor. O pureta. Como para que ese yo no me entendiese si un día me acercara al polideportivo del barrio a tirar un poco a canasta. ¿Qué hace este, con los años que tiene? Qué rápido pasa la vida. Qué cantidad de recuerdos.
Y ayer se acordó de mí mucha gente. Gente que probablemente esté leyendo esto. Y quería decirte que si tú formas parte de este grupo, que sepas que en mi memoria también estás, aunque no te lo diga. Bueno, aunque no te lo suela decir, que ahora mismo sí lo estoy haciendo. Gracias por lo que hemos compartido. Si quieres, habrá más. Yo quiero… Y si te apetece, cuéntaselo también a quienes decidieron apartarse o aparté yo hace mucho, pero que siguen conectadas y conectados contigo. Si ves a alguna de esas personas, diles que si estuvieron en algún momento fue porque ambas quisimos. Y esos ratos me siguen valiendo. Gracias también a ellas y ellos.
A lo que voy, que me estoy liando. La vida pasa muy rápido, ¿saben? De pronto soy muy adulto y entiendo que muchas cosas no volverán y algunos sueños no podrán cumplirse. Sin embargo, hay otros tantos que sí y esperan una cantidad enorme de recuerdos por crear. En fin, que gracias a quienes dedicaron un poco de su tiempo en felicitarme. Qué regalo tan valioso.

PD: Deberíamos dedicarnos más tiempo.
Mucho amor.
Por cierto. Ayer fui a ver a mi abuela.