Noviembre

Las dos de la mañana. No consigo dormir. Tiro de teléfono. Entretenimiento en redes sociales. Accedo a una de ellas que uso ya muy rara vez, por distraerme, por ver si el sueño llega de algún modo. Voy a recuerdos y lo que veo me parte por la mitad. Me invitan a celebrar años de amistad con alguien que se ha ido hace poco. Ojalá pudiera…

Noviembre fue un mes extraño. Una noche, sin querer, me llega la triste noticia de la pérdida de alguien que amaba la vida y lograba que amases la vida. Era el pegamento de un grupo dispar que compartía afición. Hay personas que hacen que todo fluya, que dentro del desorden todo esté en orden. O como debe estar. Y que priorices lo correcto. Las risas, los abrazos, la paz. Quiero pensar que, cuando toda esa gente que lo rodeaba nos reunamos, mantendremos ese espíritu tan suyo. Y bromeemos. Y compartamos. Y recordemos. Y soñemos…

La semana siguiente mi perra me da un aviso. No estoy en casa. Sí mi hermano, que se encarga de ella. Acudo a la clínica veterinaria donde me confirman que todo queda en un susto. Más medicación, pienso. Pero al cabo de unos días corre como siempre. El peaje es correcto si sigue teniendo calidad de vida. La que sea que le quede.

Me atrevo a abrirme como hacía tiempo y le digo a alguien que me ha traspasado poco a poco, sin darme yo cuenta. Tiemblan las montañas y se me abre el suelo. Caigo. Ya ha pasado antes, pero no así. Conciencia plena de lo que quiero en la vida, de qué y quiénes deseo en mi camino. La comodidad y serenidad que un alma aporta puede hacer que te replantees todo y que te asomes al abismo, a pesar de que hayas evitado las alturas durante lustros. Vértigo. Peligro. Daño. Pero menos mal. Sigo vivo y sigo sintiendo. Incluso de aquella manera que había enterrado.

Podría creer que ha sido un mes de mierda, seamos claros. Tengo tres motivos que valen por mil de los habituales. O más. Pero ya estamos en otro. Y vendrán más. Y después más todavía.

Repaso. Recuerdo. Resalto.

Fueron cientos de batallas y otras tantas tardes de charlas. Aprendizaje de un gurú que no sabía que lo era. Genio sin lámpara que concedía deseos sin darse cuenta.

Fueron y siguen siendo toneladas de amor por parte de algo que piensa que soy lo más grande del mundo. Seguramente he sido su mundo todos estos años. Objetivo imposible ser lo que ella proyecta de mí. ¡Qué responsabilidad tan bonita!

Fueron días de complicidad y aire, mensajes interminables con acento mágico que me arrancaron sonrisas incluso antes de escucharlos. Ganas casi olvidadas. Ni siquiera sé explicarlo y no sé si logré hacer entender lo profundo. Hogar en alguien, aunque sin acceso a zonas privadas… Bueno, seguirá siendo, espero, al menos lo que ha sido hasta ahora. Que no es poca cosa.

La vida da para lo que da y es como es. Cada vez lo tengo más claro. Hay cosas que no elegimos y otras que nos eligen. Para lo que esperamos o para lo que no tenemos ni idea. Entiendo mejor que la mortalidad es un recordatorio. Para ser la persona que deseamos ser. Para decirles a esas que nos importan lo que son. O lo que significan. Para transitar por la existencia armados con nuestra mejor versión. Para entregarla a quienes nos rodean. No podemos controlar lo que provocaremos en otros corazones. Sólo lo que compartimos con y en ellos. Lo que sembramos, sea cual sea la cosecha. Y eso es lo que importa.

Ya lo dijo el artista: cuanto más amor das, mejor estás.

Llegan fechas de reencuentro. Así que ya saben…

Valor a las cosas buenas

Suenan las campanas de la iglesia por segunda vez en dos días. Me asomo al balcón y veo cómo la gente se amontona en la puerta de la parroquia. Otro entierro. Cierto es que en la zona en donde vivo hay mucha población mayor y supongo que es normal, pero no gusta. Regreso a la habitación. Mafalda duerme en el espacio de la cama que le corresponde, sobre su manta. Con esos diecisiete años que han pasado en un suspiro.

En las últimas semanas he sabido de la enfermedad de dos personas que en algún momento fueron relativamente cercanas a mi círculo y para una de ellas no hay esperanza. Vaya mierda, pienso. Demasiado joven. No es justo.

Pero es que la vida no va de justicia. Ojalá. Imaginen… Sería fantástica una meritocracia por comportamiento, por valores, por hábitos. Posiblemente la única manera de que el ser humano fuera bueno todo el tiempo y dejase de primar tanto el individualismo. Tal vez habría menos egoísmo y más empatía, menos avaricia y más generosidad, menos odio y más solidaridad. Hay quien sostiene aquello de “la vida colocará a tal o cual en su lugar”. O un ser superior, o el universo. O lo que toque. No lo compro, y es que luego hay gente horrible (y) nonagenaria.

Hace unos días cumplí años. De pronto son un montón. Creo (o quiero creer) que aparento menos. Porque, en realidad, es como si no los sintiera. Un día tienes veinticinco palos y de pronto treinta. Luego treinta y cinco. Y después cuarenta… Tienes los que sean. Y te preguntas que cómo es posible. Por otro lado, es bueno tenerlos. Estoy aquí. Respiro. Vivo. Siento. Y entiendo cada vez más aquello de que la edad es sólo un número.

La otra cara de la moneda es la que es. ¿Ya voy por la mitad (o más) del camino? ¿Quién le ha dado al x2 al tiempo? A mí nadie me ha consultado…

Te paras y piensas de qué va esto. Yo tengo mis ideas. Partiendo siempre de la base de que no estoy solo en este mundo y de que no soy más que nadie. De que soy un privilegiado por haber nacido un poco más al sur, pero no tan al este. Eso te toca y no hay más. Como te toca la gente a la que vas conociendo en el camino. El barrio, el colegio, el equipo en el que juegas, el trabajo… Luego ahí vas eligiendo. Y te van eligiendo. Vas descartando. Y te van descartando. Cierto es que también el campo se amplía en función de las decisiones que tomas. A veces tan simples (y en este caso que pongo como ejemplo tan importante) como si tienes o no algo peludo de cuatro patas en casa contigo.

Creo que esto va de ser buena gente. Podrá sonar buenista, pero es la realidad. Va a llegar un día en el que nos tengamos que marchar y al final se va a tratar de quién eres, no de qué tienes (o has aspirado a tener). Y va de qué has hecho con tu tiempo. O de qué vas a hacer. Va de quién está o no en tu vida. Y de qué haces al respecto. Con quién compartir…

Esta semana cambian la hora. Las tardes van a dar para menos. Además, se me están acabando las vacaciones, así que tocaba aprovechar para ir de charco (y/o playa) antes de que la noche recorte nuestras tardes. El día después de mi cumpleaños no fui solo. Fue el tercer gran momento del comienzo de mi nueva vuelta al sol.

Hay que darle el valor que merecen las cosas buenas. Entre las muchas felicitaciones hubo una que me alegró especialmente (todas me alegraron, pero ahora entenderán). A un amigo al que quiero mucho le va bien. Aprovechó el mensaje de audio para ponerme al día. Se está dando otra oportunidad en otro sitio, con otra gente. Es un tipo al que admiro, porque siempre que la vida le ha golpeado ha sabido reponerse y mostrar una mejor versión. Está haciendo algo bueno. Trabaja ayudando a quien lo necesita. Y le ha llegado alguien bueno(a). Sentí su felicidad como el primer gran regalo del día.

Lo segundo fue una tarjeta. Así de simple. Escrita por mi madre, mi padre y mis hermanos. Leí sólo buenas palabras, tanto que me desarmaron. Se suele dudar sobre qué pensarán de uno. Es algo que normalmente me da igual, pero no con mi familia. No es lo mismo que te juzgue quien no te conoce a que lo haga quien te ha acompañado mientras crecías. O alguien que te importa. Me he marcado como objetivo intentar ser merecedor de lo redactado.

El tercer gran momento que mencioné antes fue todo un día de paz. Bajarse del mundo y flotar. En el mar, en el tiempo. Sensación de estar bien todo el rato. De sanación incluso. Hacer cosas que te gustan con alguien a quien también le gustan, mola. Estar a salvo en una conversación cualquiera, mola. Reír con ganas, mola. Esa noche llegué a casa con el corazón (también el estómago) lleno.

Tengo a Mafalda roncando a mi lado ahora mismo. Con esos diecisiete años que apunté. Qué suerte haber podido disfrutarlos. Nos encontramos y me eligió. Pasar tanto con ella ha sido aprovechar el tiempo. A veces pensamos que nos queda tanto por delante… Pero la vida pasa. Las oportunidades pasan. Las personas pasan. Algunas, muy pocas, son irrepetibles. Valen demasiado. Tanto como para haber necesitado escribir hoy. Que vale, ya lo dejo.

Aunque creo que, de todos modos, yo me voy a quedar un ratito en ese mensaje de audio, en esa increíble tarjeta, en ese fantástico día. Me voy a quedar en esos ratos de felicidad, si no les importa. Hasta que visite a mi amigo, hasta que me toque a mí escribir en una tarjeta, hasta que pueda repetir un día como ese.

Que oye, mientras, haremos también otras cosas. Las que traiga la vida. Eso sí, buenas, espero.

El Efecto Miguel Ángel

Tras animarme a escribir, me senté con la idea de añadir aquí la típica introducción que precede a lo serio de la entrada de turno, pero después de varios intentos he entendido que posiblemente sobre. La idea era reflexionar acerca de lo que es verdaderamente importante en nuestras vidas y, a partir de ahí, llevar el texto al lugar donde cobra sentido. Porque lo que quiero contar tiene que ver con nuestro tiempo, con cómo lo empleamos y con quién lo compartimos. Supongo que a medida que cumplimos años vemos las cosas de otro modo. O a medida que adquirimos experiencia. O mejor, cuando aprovechamos esa experiencia y aprendemos de ella. Porque los años son sólo eso, un número, y nuestro grado de madurez no nos llega a todos y todas por igual. Como tampoco sabe cualquier persona cómo adaptarse a los tiempos o es capaz de mantener el entusiasmo por según qué cuestiones de la misma manera que podía un lustro atrás. O una década atrás.

Joder, menos mal que no iba a haber intro… Lo mejor es que me he desviado un poco ¯⁠\⁠⁠(⁠ツ⁠)⁠⁠/⁠¯

Hace pocos días, uno de mis hermanos compartió en sus historias de Instagram un post sobre cómo había evolucionado el empleo de nuestro tiempo a medida que avanzamos como sociedad. No voy a liarme con el proceso; únicamente voy a señalar que hoy en día más del sesenta por ciento de nuestra jornada estamos online. Esto quiere decir que el espacio reservado a otros asuntos ha sufrido una merma considerable. Entre ellos, los ratos que pasamos con otras personas, lo cual considero negativo.

Y para enfrentar eso hay dos caminos. El primero es el más obvio: pasar un poco más de la tecnología y hacer otro tipo de vida. Sin embargo, esto no depende exclusivamente de la persona que elija ese cambio, a no ser que te guste estar solo o sola (ojo ahí, que los momentos de soledad son necesarios, pero no hablamos de eso). La otra alternativa pasa por compartir.

Compartir tiempo…

No sé a ustedes. A mí me sucede que no me gusta compartir con cualquiera. Porque hablamos de tiempo. Nada más valioso, creo yo. Cuando una persona te dedica su tiempo o tú le entregas el tuyo, se trata de lo más preciado de lo que dispone o dispones. Lo demás es material, pero el tiempo no. Es algo superior. Y no sé, pero ya que no nos sobra, diría que lo ideal sería darle el valor correcto.

Recientemente descubrí por causalidad (me llegó como sugerencia a una de mis redes sociales) un fenómeno psicológico llamado Efecto Miguel Ángel. Yo lo veo más como una idea. Digamos que describe una situación en una relación donde cada persona ve lo mejor de la otra y trata de ayudarla a sacarlo, a mostrarlo. Si existe reciprocidad, la suma de las partes confluye para mejorar cada una por separado. La teoría continúa explicando los beneficios de una relación de pareja basada en esta premisa y vertiendo claves para reforzar el planteamiento, aunque yo quiero quedarme hoy con algo en concreto que se puede extraer de ahí, pero que no es el todo de este movimiento. Se trata la importancia de una premisa clave: buscar a personas que crean en ti, que saquen lo mejor de ti. Sea una amistad o alguien que te guste. Vale para todo. Incluso para una amistad que te guste cada vez más (lo bonitas que se vuelven algunas personas a medida que las conoces mejor, ¿verdad?).

Pienso que no nos encontramos con demasiadas personas así en la vida. De hecho, me da que no nos las encontraríamos si las buscásemos. Mi creencia es que simplemente aparecen. El día menos pensado. En el lugar más inesperado. Por eso no las detectamos. Porque no están en nuestro pensamiento, en nuestra lógica, en nuestros planes. Simplemente un día te cruzas con ella, te mira, te habla, te acompaña, te alivia… Te gana.  

La cuestión es que en nuestra vida siempre vamos a tener una red de apoyo, eso está claro. Nuestra familia y/o nuestras amistades de siempre. Van a estar ahí, seguro. Para lo que necesitemos, siempre y cuando puedan dárnoslo. Pero hay algunos trenes que pasan únicamente de cuando en cuando. Que tienen esas cosas que nadie más nos puede entregar. Estrellas que parecen fugaces. Y que pueden incluso descolocarnos… Pues son justo esas las que no deberíamos dejar que se nos escapen. Y es que a veces las perdemos por permanecer en satélites varados que tan solo aceptamos. Habitualmente por la seguridad de los lugares comunes, conocidos. Y no… Todo eso del Efecto Miguel Ángel no se va a dar ahí. Sino en el abrigo de esa(s) persona(s) diferente(s). La(s) que quiere(n) sacar lo mejor de ti y de la(s) que tú también sacas lo mejor.

El éxito y la naranja

En la película ‘7 años’, cuatro socios de una empresa tecnológica han de tomar una decisión compleja. Han sido pillados evadiendo impuestos y alguien tiene que pagar. Pagar en este caso significa declararse culpable e ir a la cárcel, liberando al resto. Para tal cometido, deciden contratar a un mediador para que les ayude. Sin embargo, uno de los socios no cree que sea la mejor opción. Entonces, para hacerle ver que la mediación es una buena idea, el mediador le pone como ejemplo una naranja que dos personas desean, cuestionándole cómo podría contentar a las dos partes. La respuesta que da el interrogado es la que seguramente daría cualquiera: partirla por la mitad y repartirla. Sin embargo, como dice el mediador, ahí las dos personas involucradas saldrían perdiendo, porque ambas quieren una naranja, no media. La siguiente sugerencia es darle a una la naranja y prometerle a la otra la siguiente naranja, pero nuevamente existe una fisura: “la promesa de una naranja no es lo mismo que una naranja, como no es lo mismo casarse que prometer que te vas a casar”, explica de nuevo el mediador, quien invita al resto a aportar ideas que puedan dar con la solución. Así, otro de los socios propone dar la naranja a una parte y hacer un regalo a la otra. Pero claro, haciendo esto volverían a sentirse perjudicadas. Una porque la naranja es tan buena que la han tenido que comprar con un regalo y la otra porque el regalo sería desmedido (en el film se plantea un reloj de lujo) en comparación a su naranja. Cuando la rendición es generalizada, el mediador explica que la solución pasaría por preguntar a ambas partes para qué quieren la naranja y así averiguar que una quiere la cáscara para hacer tarta y la otra la pulpa para hacer zumo. Tras escucharlo, uno de los socios se ríe y le dice que no, que en realidad todo el mundo querría la pulpa para hacer zumo, porque, según sus palabras, “todos queremos lo mismo, lo que ocurre es que unas personas lo consiguen y otras no”. Y justo entonces llega el mejor momento. El mediador lo mira y le dice: “Tienes razón, Carlos. En esta vida todos queremos lo mismo”. Y señalando al resto de participantes en la reunión, prosigue: “tú quieres lo mismo que él, quieres lo mismo que ella y quieres exactamente lo mismo que yo”.

A mí la escena me parece brillante y siempre he pensado que es un gran ejemplo de vida. Algo a aplicar en nuestro día a día y que tiene mucho que ver con el respeto hacia las decisiones de otras personas. Supongo que a todas y a todos nos ha pasado: familiares o amistades que nos incitan a tomar uno u otro camino. «Estudia esto porque ganarás más dinero». «Sal esta noche, que igual conoces a alguien». «Cómprate una casa». «Ten un hijo». Y mil ejemplos más. La realidad es que no creo que estas personas quieran presionarte, todo lo contrario; estoy seguro de que desean lo mejor para ti. Sin embargo, se basan en su escala de valores, no en la tuya. Y esa es la clave.

Yo he tardado en encontrar un trabajo en el que me sienta realizado. Mis salarios anteriormente fueron superiores (hubo alguno inferior también) haciendo otras cosas, pero no creo que haya sido igual de feliz, haya tenido la misma motivación a la hora de desempeñar mis funciones ni me haya sentido tan realizado y en paz. Claro que el dinero es importante, aunque en su justa medida. Si tengo mis necesidades bien cubiertas y me puedo permitir algún capricho de cuando en cuando… ¿Para qué más? Vale, puede que a los ojos de determinada gente esto no puede parecer exitoso. Sin embargo, mi concepto de éxito posiblemente sea diferente al suyo.

Cuando pienso en el éxito siempre me viene a la mente Ralph Waldo Emerson, para quien era, en sus propias palabras, “ganarse el respeto de las personas inteligentes y el cariño de los niños. Apreciar la belleza de la naturaleza y de todo lo que nos rodea. Buscar y fomentar lo mejor de los demás. Dar el regalo de ti mismo a otros sin pedir nada a cambio, porque es dando como recibimos. Haber cumplido una tarea, como salvar un alma perdida, curar a un niño enfermo, escribir un libro o arriesgar tu vida por un amigo. Haber celebrado y reído con entusiasmo y alegría, y cantado con exaltación. Tener esperanza incluso en tiempos de desesperación, porque mientras hay esperanza hay vida. Amar y ser amado. Ser entendido y entender. Saber que alguien ha sido un poco más feliz porque tú has vivido”. Tal vez no se parezca mucho a lo que la sociedad de hoy entienda como éxito. Hoy, con las redes sociales proyectando la mejor imagen y siendo tan visuales. Claro que esto va, como apuntamos antes, de la escala de valores que cada persona haya establecido para sí misma. Al final, para cada ser humano el éxito puede significar una cosa diferente.

No debes tener hijos porque sea lo socialmente establecido. Igual prefieres tener la libertad de viajar, de atender tus inquietudes. Y no pasa nada. Hay gente que es madre o padre y luego son un desastre. Porque en el fondo no querían. O porque la responsabilidad que implica es superior. Si no estás dispuesta o dispuesto, no lo hagas. No pasa nada. Yo no soy padre, aunque tengo una perra. Está claro que no es lo mismo, pero es algo que también implica responsabilidad. Mafalda tiene casi 14 años y un lupus que la lleva al veterinario mucho más que a cualquier otro can sano. En lo que va de año pocas semanas no hemos pisado la clínica. Pero fue mi decisión ir con ella hasta el final. Adquirí ese compromiso con gusto. En ocasiones hay quien me dice que salga más de casa, que haga más planes. Pero, ¿y si yo prefiero estar con mi perra? ¿Está mal eso? El tiempo no vuelve y ella me ha demostrado amor todos los días. Soy feliz saliendo a cenar, por supuesto, aunque también quedándome a su lado. Es más, según cómo esté ella, puedo preferir claramente lo segundo.

No sé. Entiendo lo de tratar de aconsejar a las personas que nos importan, pero hay aristas que tal vez no controlemos. Yo tengo un piso que compré con veintipocos años. Sin embargo, entiendo que haya quien prefiera pagar alquiler y moverse cada vez que así lo sienta. Qué carajo, yo no quiero vivir en ese piso. No me arrepiento de haberlo comprado, pero en algunos momentos en los que económicamente iba un poco justo fue una carga. ¿Cómo no voy a entender la otra posición?

En fin, que me estoy enrollando y yo solo quería dejar una reflexión muy básica: la vida de cada persona es suya y sus anhelos también. Y, aunque pueda sorprenderte (porque piensas como Carlos el de la peli), pueden ser muy diferentes a los tuyos. Así que no presiones a ese amigo, a esa amiga, para que haga lo que crees que debe. Propón, claro que sí, pero ya. Porque sentir que debes hacer algo que no te apetece es molesto e incluso hay quien no lo soporta, cediendo para encajar y siendo infeliz a escondidas. Que esto también va de salud mental, por cierto.

Bueno, resumiendo, que recuerden lo de la naranja, ¿vale? Se los dejo por aquí abajo 😉

Y ya.

La película está bastante bien, por cierto…

Instrospección

Es martes. Bastante tarde. Casi miércoles. Y me ha apetecido darle a las teclas. Ayer un amigo pasó un texto, por un grupo de whatsapp, que alguien había escrito el día en el que cumplía 39 años. Me vi reflejado de inmediato. Una niña había llamado ‘señor’ al autor y ello provocó en él una profunda reflexión sobre el tiempo que llevaba en este mundo y el que le quedaba por delante. Acto seguido, justo tras hacer esa valoración, enumeraba en ese escrito una lista de 21 cosas que hace 10 años no sabía. Debo admitir que el repertorio es maravilloso. Al completo. En mi caso, algunos de esos puntos han provocado que le dé al coco. Irremediablemente. Quizá porque voy madurando y, con ello, entendiendo. Ojo, madurar no es añadir otro dígito a la cuenta en cada aniversario, como tampoco es ser adulto. Creo que pese a la edad, nunca nos vemos mayores (aunque reconozcamos costumbres de, según nuestra perspectiva, gente mayor). Desde mi punto de vista, madurar es saber valorar más determinadas cosas o cambiar procedimientos buscando propósitos concretos. Uno de ellos podría ser actuar diferente para, de este modo, ser mejores; buena gente, vamos. Porque queremos que nos piensen así. Pero, aunque a veces lo creamos, en ocasiones no lo somos tanto. Principalmente porque el ser humano es egoísta por naturaleza. Consciente o inconscientemente, no deja de ser una realidad, nos guste más o menos.

Cuidado. Que yo no digo que esté mal pensar en primera persona. Incluso añado: el auto respeto es igual de importante que el respeto por el otro. Por tanto, considero obligatorio buscar nuestra propia felicidad. Hace años, cuando yo no lo tenía tan claro, una amiga me envió una postal con la siguiente frase: “La relación más importante y significativa de la vida es la que tenemos con nosotros mismos”. Aún la conservo. De hecho, acabo de cogerla para releerla. La tengo siempre a mano porque para mí tiene un valor sentimental inexplicable. Por el momento en el que me llegó (que no era bueno), por quién me la envió, y porque desde entonces esa amistad no ha hecho más que crecer. Y esto me da pie para exponer los pensamientos que brotaron a partir de lo que leí, ya que tienen que ver con el significado e importancia de la amistad.

Respeta a tus amigos. Y trátalos bien. Decía el listado que contestemos cuando nuestros amigos nos llamen o escriban, y que no le echemos cebolla a la tortilla si sabemos que no les gusta. Me hizo gracia ese punto. Los pequeños detalles son la clave. ¿Sabéis? Igual hay cosas que nosotros intuimos triviales, pero que no lo son para ellos. Procede pues hacer un ejercicio de empatía; ponernos en su lugar y darles el valor que tienen. Sobre todo, no debemos dejarles llevar solos el peso de la amistad. Que en ocasiones nos abandonamos, y si ellos no nos envían un mensaje, ni nos acordamos. Y encima hay momentos en que somos capaces de no responder. A mí me ha pasado, lo he hecho, bien lo saben quiénes me rodean. Porque soy un despistado, aunque no sea justificación. No sé ni cuántas veces me he avergonzado tras encontrar una conversación en el móvil que dejé para luego. Y luego’ no llegó hasta tarde. ¿Qué nos pasa? No es tan difícil escribir un “después te respondo” o dedicar un par de minutos a esa persona que se acordó de nosotros.

¿Os cuento un secreto? Todos la jodemos. Y este es otro aspecto a tener en cuenta. Las decepciones forman parte de la vida. Lo que ocurre es que solo nos decepcionan las personas que nos importan, precisamente porque son ellas las que significan algo para nosotros. La decepción trae enfados. Y si es constante, indiferencia. Personalmente prefiero, de personas a las que quiero, lo primero a lo segundo. Que un enfado es de arreglo más sencillo. Oye, que tampoco es hacer un drama con las decepciones en general, se trata de la magnitud de las mismas: somos humanos, no siempre nos van a gustar las decisiones o actitudes de otros, ni a ellos las nuestras. A veces, incluso, decepcionamos sin querer, sin voluntad de hacerlo. Sin embargo, hay acciones reconocibles que sabemos que no van a gustar. Esas son las que podemos solucionar. ¡Yo qué sé! Si le hemos fallado a alguien, mejor intentar no volver a hacerlo, Y tampoco está de más pedir disculpas. Eso sí, si vas a excusarte con algo, que sea creíble. Se trata de mostrar respeto.

Volviendo a las llamadas y mensajes. A mí me pasa que soy muy malo por teléfono. Cuando digo malo me refiero a que a veces puedo parecer seco (y eso que he dejado de poner el punto al final de la frase en los mensajes…) No, en serio. Me ocurre. Me lo han explicado más de una vez. De modo que por eso me gusta, siempre que puedo, quedar en persona. Si hay algo bonito que entregar a los amigos es tiempo. Ni regalos, ni leches. Tiempo. Y que no se nos olvide, el tiempo de cualquiera de ellos vale exactamente lo mismo que el nuestro. No los pongas como segunda opción. Alguien una vez me dijo: «si un día no puedes quedar, no lo hagas». En aquella época yo quería estar en todas partes a la vez. Eso no funciona. Si crees que no vas a poder, no des largas. Sé claro. Queriendo quedar bien, en ocasiones quedamos mal. Que todos tenemos prioridades o días tontos en los que nos apetece no salir de casa y ver una peli. Pero oye, si te has comprometido, intenta cumplir. Que lo contrario jode mucho.

Y para finalizar, cambio de tercio. Uno de esos 21 puntos comentados al principio hacía referencia a plantearnos qué somos o cómo nos ven. Yo quiero apuntar que somos un poco gilipollas si pensamos que nos define aquello que creemos que somos. O lo que mostramos en redes sociales. No somos nada de eso. Igual que no somos nuestra profesión, ni nuestro dinero, ni nuestra vestimenta, ni nuestra casa o coche. No somos lo que podemos permitirnos. Y en mi caso, tampoco lo que pueda escribir aquí. Únicamente somos lo que hacemos. Nos definen nuestros actos. Ni más, ni menos. Intentar ser mejor sencillamente es tratar de ser bueno. Si todos pensamos en ello, sabemos cómo. Claro que hay que desearlo de verdad. Y llevarlo a la práctica. Como todo, es una rutina. Igual que salir a correr, ir al gimnasio o habituarse a unos horarios. Pongo ejemplos que nos ayudan lucir (por fuera). Pero lo de dentro se cultiva igual, con interés.

Bueno, no sé por qué hoy me dio el punto. Y no sé si esto es un escrito para los demás o una declaración de intenciones. Porque yo tampoco soy el paradigma de lo que he expuesto. Se me escapan muchas cosas. Eso sí, quiero intentar serlo. O, al menos, acercarme a serlo. Estaría bien.

Bonus: mientras redactaba este post una canción no dejaba de sonar en mi cabeza…

Al revés no es lo mismo

Habría que plantearlo al revés. A la hora de encontrar a alguien, digo. Al revés. Deberíamos dejar de pensar tanto en nosotros para pensar un poco más en nosotros. Suena a contradicción, lo sé. Pero tal vez no sea una locura. Y es que somos unos cobardes. Porque siempre estamos pensando en “ojalá no me equivoque con esta persona”. Jamás en “espero que esta persona no se equivoque conmigo”.

¿A que no es lo mismo?

El «no quiero equivocarme con ella o con él» ya implica una merma de nuestra pureza. Vamos con el freno de mano echado, por si acaso. Estamos esperando el fallo que nos diga que no es la persona adecuada. Funcionamos así. El no quiero equivocarme ya deja la puerta abierta a que exista el error. No creo que sea la mejor manera de ser libres. Con la mosca detrás de la oreja no se es libre. Pendientes de si no es, proponemos que no lo sea. Y nos descuidamos.

Pero el «espero que no se equivoquen conmigo» conlleva compromiso. Proclama que debes ser la mejor versión de ti mismo. Plántate, joder. Mira a esa otra persona y rétate. «Voy a ser lo mejor que haya encontrado, voy a merecer mucho la pena alegría». Sin ataduras, sin peso en los bolsillos. Enfrentando con nuestra mejor cara, siendo la propuesta interesante que buscan.

risas

Dejar de pensar en nosotros para pensar un poco más en nosotros.

Seremos nosotros los que saldremos ganando.

Pensadlo.

No es una locura.

Es un sí, pero no

Imaginad que conocéis a alguien a distancia. Por teléfono, por ejemplo. Una conversación que nunca debió darse pero que ha llegado. Pierdes tu móvil y llaman a tu casa para avisar de que lo han encontrado, te telefonean para devolverlo. Luego, por lo que sea, comenzáis a hablar banalidades y os reís. Resulta que no es posible veros hasta dentro de unos días y que repetís llamadas en los días posteriores. Y que os gusta esa persona. Os atrae. Existe magnetismo. Dice todas esas cosas que piensas y sabe cómo dar con la tecla si entre broma y broma le comentas algo personal que en ese momento te preocupa. No imaginéis tanto. Seguro que os suena aunque sea de otra manera. Las redes sociales ahora mismo son capaces de conectar a desconocidos que en la vida real jamás hubiéramos imaginado encontrar. Y seguro que habéis vivido algo parecido a lo que describo en alguna ocasión. Claro que sí, nos ha pasado a todos…

Pero un día llega el momento. De la entrega del teléfono en el caso que puse como ejemplo o del encuentro inevitable que se acaba dando con quien conociste. Pero no es lo que esperabas. Una pena. Ella es demasiado bajita, o le sobran unos kilos. A él le falta pelo en la cabeza, o lleva unas gafas enormes que no esconden su falta de vista. Ella resulta que tiene un tono de voz más grave de lo esperado. Él no gana demasiada plata o directamente no tiene trabajo. Ella hace ruido masticando. Él cojea. Ella calza un número de zapato muy grande. Él no ha terminado sus estudios. Ella no puede disimular una cicatriz en la ceja. Él fuma.

Pero no hace falta que ocurra todo eso. Con un solo caso, a veces basta.

¿Qué dirán mis amigas de un chico que ha tenido que volver a casa de sus padres? ¿Qué pensarán mis colegas de una muchacha que tiene estrabismo? ¿Cómo se va a tomar mi madre que él no comparta las creencias en las que me educaron? ¿Entenderá mi padre que ella trabaje en una discoteca?

Basta para poner pegas. Basta.

Putas preguntas de mierda de un mundo hipócrita que habitamos. Mundo hipócrita, habitado por hipócritas.

Estamos tan mal educados…

Y encima nos enfadamos con nosotros mismos. Porque no entendemos cómo nos podemos llegar a sentir atraídos por una persona que no encaja en nuestro círculo, por alguien que aun poniendo patas arriba nuestra vida no era lo que teníamos pensado.

Nos enfadamos y la jodemos.

La jodemos porque así es como perdemos.

Mierda de contradicciones debidas al peso de lo que estipula la comunidad, con sus cánones de belleza, sus varas de medir y su formal corrección. Mierda de cerebro que no nos deja hacer lo que el corazón nos pide. Ser libres para intentar ser felices. Mierda de sociedad que nos quiere perfectos. También en las apariencias.

Deberíamos ser todos ciegos por momentos, joder. Para así dejarnos de estupideces. Deberíamos además, ser sordos a ratos. Para que no nos afecte el qué dirán.

Bueno, no. En realidad deberíamos simplemente ser conscientes. Y justos. Sobre todo con nosotros mismos. Para que no influya el dinero, ni los estereotipos, ni lo que venga de afuera. Debería solo importarnos lo que sentimos. Y que pese más el que alguien te haga reír, te escuche, te entienda…

222264_2080553012636_1209365338_32609396_6969984_n_large

Debería importarnos lo que solo va a afectarnos a nosotros mismos. Que nadie va a vivir nuestras vidas. Que ya tienen las suyas.

Hablar sintiendo

Yo casi nunca digo “te quiero”. Y es que se trata de algo muy delicado. Si se expresa, debe sentirse. Jamás entenderé los “te amo” que maduran en apenas una semana. Sí los “me gustas”, sí los “me molas”, sí los “quiero verte otra vez”.

Y luego a crecer si procede.

Pero no, solo ponía un ejemplo. Esta vez va sobre palabras. Aquellas que decimos. Por qué las decimos. Si hacemos bien diciéndolas sin estar seguros de que así lo percibimos.

Y es que es muy fácil hablar. Más a día de hoy. Se habla por hablar, no por sentir. Ahí está el problema. Se afirman muchas cosas sin pensarlas, sin buscar la profundidad que quizás nuestros enunciados requieren. Es como aquel “ya nos llamamos” que nunca llega. Pero más grave.

Yo tengo mi opinión y mi proceder. No puedo comprometerme si no estoy dispuesto. Pero con cualquier causa. Un trabajo, un fin, una relación…

¿Sabéis esas amistades que siempre están pero que luego no están? Es que yo no quiero ser algo así. De modo que estoy o no estoy. Si alguien me importa se lo haré saber. Y si se lo hago saber iré hasta el final. No hay condiciones, no hay tratos. En todo caso uno conmigo mismo. He descubierto muchas veces a personas que están cuando les llegan mal dadas desaparecer en tiempos de bonanza. He visto a gente extender su brazo y sacar del pozo a otro individuo y este último llenar el aire de promesas vacías y evaporarse si la situación se daba a la inversa.

Puede que no entiendan de empatía. No lo sé.

No puedo castigar a alguien porque no actúe de la manera que espero. No si significa algo. Intento comprender. Puede que tenga sus motivos. Desaparecer es para quienes se ganan la vida con trucos de magia. En la vida real toca estar, aunque el impacto visual sea menor. Y conversar para solucionar, para interpretar.

No entiendo de conversaciones que se diluyen…

Decimos las cosas para quedar bien, admitámoslo. Si nos conviene reímos las gracias del jefe; si acercándonos a determinado grupo llegamos a un tipo o una tipa que nos atrae o interesa (ya sea por su posición o capacidad), lo hacemos; y si tenemos que vendernos inventando sobre nuestros gustos debido a que son aquellos de quien perseguimos, no se nos cae la cara de vergüenza al hacerlo. Por momentos somos una patraña.

Y es que luego nos cuesta un abrazo de verdad, una conversación a pecho descubierto o una cena sin filtros. Nos supone un mundo adentrarnos en el lenguaje, en un diálogo sincero, en una charla auténtica.

¡Cuidado! No vaya a ser que nos agrade.

Me he desviado…

Aunque bueno, se trataba de expresar en sintonía con el sentimiento. Y en cierto modo, en ello estamos.

Total…

Que yo casi nunca digo “te quiero”, del mismo modo que son extraños mis “ahí estaré” o “ese día no me lo pierdo”. Casi nunca digo “te quiero”, de igual manera que muy rara vez proclamo un “voy a estar siempre que me necesites” o “llámame a cualquier hora”. No me salen esas manifestaciones tan alegres sin fondo. De manera que si de mi boca brota algo así, tómalo en serio.

Tómame en serio.

Y por favor, intenta que exista reciprocidad. Si no estamos en el mismo punto, no me hagas creer que sí. Si soy solo un pasatiempo mientras llega algo mejor, o si no soy un amigo que podrá contar contigo cuando lo requiera, para cuanto antes.

Un secreto: a veces me dan envidia los niños. Porque a esas edades no se engaña. Lo que manifiestan, lo creen.

Enanos sentados

Nosotros, los adultos, deberíamos tener mucho cuidado con lo que decimos. Y a quién se lo decimos. Porque el receptor puede pensar que hablamos de verdades.

Y aunque nos importe poco, no es para nada justo.

 

Dilo a tiempo

Tengo una hermana y un puñado de hermanos. A dos de ellos me los regalaron mis padres después de haberme traído a mí antes al mundo. Supongo que conmigo practicaron para luego hacer mejor las cosas… Les salió bien; son dos tipos fantásticos. A los otros me los regaló la vida. A la mayoría de pequeño (algunos en el colegio, otros en el barrio); y luego hay dos con los que topé ya con cierta edad. A uno lo conocí en una página web caduca en la que disfruté como un enano muchos años atrás, y desde el primer momento fue como verme reflejado, solo que con otro acento. El mismo que comparte con mi hermana. De ella supe en la universidad y me costó muy poquito quererla. Fue quien inspiró este post…

Con mi hermana hablo de cuando en cuando. No soy muy amante de las llamadas, pero necesito escuchar a algunas personas cada cierto tiempo. Con ella me pasa una cosa: suelo mostrarle mi cariño muy a menudo y jamás nos enfadamos, a pesar de que muchas veces no entendamos algunas decisiones del otro. Más ella las mías, he de confesar; y es que soy un desastre, aunque eso ahora no viene a cuento. La cuestión es que siempre que nos comunicamos trato de que no se me quede nada que decirle con respecto a nuestra relación.

¿Y sabéis? Tal vez eso sea algo que debiéramos hacer con cada una de las personas que forman parte de nuestra vida.

Porque nunca se sabe. Un día, por lo que sea, no estás. O no está alguien. No me estoy poniendo en lo peor, que también. Hablo de cualquier circunstancia que haga perder la conexión. Imaginad. Nosotros con cosas en el tintero. Sin decir, sin hablar, sin soltar… Recrea en tu mente la imagen de ti mismo en ese instante en el que te das cuenta de que ya no vas a volver a conversar con esa determinada persona. Añádele la pregunta que siempre quisiste hacerle pero que posponías en el tiempo y de buenas a primeras ya no tendrá respuesta. O súmale lo que pensabas contarle cuando llegase el momento adecuado.

Momento adecuado… (¿?)

Vale, sal de esa situación. Que es una mierda no es agradable.

No sé ustedes; yo a veces, cuando me bajo del mundo y me quedo a solas conmigo, recreo escenas en las que tengo charlas con mucha gente. Que luego no se dan. Y pienso que no tendría que ser así. Ya que si llega el día en el que vas a tener que callar todo aquello que antes no dijiste, el desasosiego puede acompañarte siempre que ese alguien regrese a tu mente. Definitivamente no me parece una buena idea.

Porque un día no está. O no estás.

¿Y entonces?

Entonces nada. Salvo las dudas, los silencios, la ausencia…

Nada, salvo cosas negativas.

¿Me vais pillando? Sí, de eso se trata; hay que decir las cosas. Y si es el caso de una persona que merece la pena o quieres, decirlas bien. A pesar de que no sea agradable, de que no exista acuerdo si llegáis a discutir. A pesar de todo… Cuando vayas a dormir, ve en calma. Hoy comprendo que es casi vital no irte a la cama enfadado con quien te importa. Enfadado tú, o enfadada la otra parte. Yo he permitido que me ocurriese alguna vez; la última no hace mucho. Un error, esas semanas aún me pesan. Me duelen. Crean distancia… No, cuando llegues al catre, hazlo en paz. Que no se te haya quedado nada.

Y si significa algo, díselo. Si algo te molestó, díselo. Si tienes un plan, díselo. Si te cae bien, díselo. Lo que sea, díselo.

Sé que no suena muy positivo.

0140

Mirad… Ojalá todos estemos aquí mucho tiempo. El suficiente para que no se nos quede nada por decir, el suficiente para charlar de todo lo que algún día tendremos que contarnos. De lo que te apetece decirle a tu familia, a tus amigos, a esa persona que te enamora o a cualquier otra que estés deseando conocer.

Ojalá. En serio. Ojalá.

Pero el tiempo, y sobre todo la vida, no hacen pactos. No te dan oportunidades extras. No puedes echar otra moneda y seguir la partida.

Por eso yo te planteo… ¿Piensas irte hoy a planchar la oreja así?

Reflexiona antes.

Siempre te estoy diciendo que te quiero

“Dime que me quieres”. Hace años tuve una novia que me pedía constantemente que le enunciara esa frase. Me lo preguntaba una y otra vez. “¿Me quieres?” “¿Me quieres?” “¿Me quieres?” Continuamente. Yo le respondía que sí, pero su contraataque llegaba veloz. “Nunca me lo dices”. “Siempre te lo tengo que demandar”

Creo que no se enteraba de nada.

Ella era insistente. Sus te quiero me taladraban masivamente. Como si necesitase reivindicarse. Martilleo incesante. Me lo decía al despertar, mientras desayunábamos; antes de irnos al trabajo, en las tardes de películas, cuando íbamos a acostarnos… Lo recalcaba en todo momento, legitimando su sentimiento, aunque también advirtiendo. Dejando constancia. Como para que no se me olvidase. Yo eso ya lo tenía presente, sin necesidad de que me lo repitiese. Es más, nunca me hicieron falta esas palabras. Es algo que se sabe. Del mismo modo que uno entiende cuando esa misma frase deja de tener validez pese a seguir escuchándola. Cuando deja de ser de verdad. Se siente.

Yo, por el contrario, apenas se lo decía.

O en realidad sí (al menos mientras existió el sentimiento) Pero se lo decía diferente…

No obstante insisto, creo que ella no se enteraba de nada. 

Era su caso. El de esa persona. No debería tener mayor trascendencia, puesto que únicamente afecta a sus relaciones. Solo que pienso que hablamos de un asunto universal. De algo que le ocurre a mucha gente. Resulta que lo he visto más veces. Le pasa a todos esos individuos que no son conscientes.

Y es que del mismo modo que el amor no es echar polvos, sino otra cosa, hay que escuchar cuando te dicen te quiero de otras maneras. Se trata de estar atenta o atento. De entender pequeños detalles que marcan la diferencia. Porque igual que amar, por ejemplo, es decidir estar siempre sin que nadie te lo imponga o te lo pida, un te quiero es algo que se puede manifestar de diferente modos.

¿Te has parado a pensarlo? ¿Has querido entenderlos?

¿No se te ha ocurrido prestar más atención cuando alguien te dice que le avises al llegar a casa? ¿Por qué motivo querrá saber que llegaste bien? Igual te quiere. ¿Y esas mañanas en las que abres el ojo y ves un mensaje de buenos días en la pantalla de tu móvil? Resulta que se están acordando de ti. Y no, no se hace con cualquiera. Pese a que tú, yo o quien sea nos cubramos las espaldas diciendo que es normal. Imaginad que fuésemos a darles las buenas noches a todas y cada una de las personas que figuran en nuestra agenda o lista de amistades en Facebook…

No, no es eso. Pero tienes que estar alerta.

Un te quiero es ten cuidado con el coche, no cojas el teléfono mientras conduces.

Un te quiero es cuando te compran ese helado que te gusta.

Un te quiero es contar los planes, o las dudas, o las ilusiones a otra persona.

Un te quiero es cuando te desean suerte para un examen, o en una entrevista de trabajo. Es cuéntame al salir.

Un te quiero es que te hagan compañía cuando debes ir a ese sitio que no te agrada.

Un te quiero es estar en un lugar y querer sacar una foto para enviarla.

Un te quiero es un me gustaría que estuvieses aquí y pudieras contemplar esto.

Un te quiero es un te llevarías bien con este amigo mío o te reirías mucho con mi madre.

Un te quiero es un estaría encantado de cocinar para ti en alguna ocasión.

Un te quiero es frustración por no poder aliviar un dolor.

Un te quiero es un libro, una película, una canción que te digan que debes leer, ver u oír.

Un te quiero es cuando te hace partcipe de su jornada, ya sea de manera presencial o no.

Un te quiero es una botella de vino, un perro, un color, un amanecer, una ocasión especial… Todo lo que comparten contigo cuando no tienen por qué.

Un te quiero es una llamada inesperada, un mensaje a altas horas de la madrugada, un detalle que aguarda la ocasión adecuada para ser entregado.

Un te quiero es hablar hasta que uno de los dos se quede dormido.

Un te quiero es que deseen que formes parte de sus planes.

Un te quiero es cuando te miran a los ojos y no a otra parte.

Un te quiero es inspiración…

Un te quiero es un yo siempre estoy, a cualquier hora.

¿Escuchas de verdad cuando te dicen te quiero? ¿En serio? Yo no estaría tan seguro.

experimento-Mirar-desconocido-ojos

Y quiero creer que a mí me lo han dicho, aunque no me haya dado cuenta. Y quiero creer que se han dado cuenta, cuando he sido yo quien lo ha dicho.

Yo quiero creer que todos decimos, y nos dicen te quiero. Más veces de las que pensamos.

Quiero creer que sabemos escuchar.

 

PD: este texto está incluido (ligeramente modificado) en el libro «Cartas a Destiempo». Disponible, aquí: https://www.amazon.es/Cartas-destiempo-Jacobo-Correa/dp/8491601228