Sentido

No es sencillo encontrarle sentido a la vida. A medida que avanza te va pareciendo que todo cada vez va más rápido y que aquello que tenías en mente cuando eras más joven te ha salido regular. Las expectativas que te habías creado están lejos de ajustarse a tu presente. Al final has ido sobreviviendo y avanzando. Y, sin saber muy bien cómo, un buen día descubres que ya has recorrido la mitad del camino (tal vez un poco más, con suerte algo menos). Entonces echas la vista atrás y entiendes que lo que una vez imaginaste seguramente ya no va a ser. Es más, tal vez no quieres que sea.

Con suerte te has salido del pensamiento dominante y cuestionas la manera en la que funciona la sociedad. O no, dependiendo de a aspirases. Hay gente que entiende el éxito en función del dinero que tiene, de posesiones. Esa gente no suele pararse a valorar si el modo en el que no manejamos es el más adecuado, porque realmente las reglas del juego responden a esos intereses habitualmente económicos. Hay excepciones, por supuesto. Generalizar no suele ser bueno, pero como este post es mío y se trata del único espacio en el que puedo establecer las normas, vamos a hacerlo para poder llegar a donde quiero.

En algún momento soñamos con tener un Lamborghini, ser deportista de élite, cantante, astronauta o lo que sea, vivir en una mansión y todas esas gilipolleces. Nos hicieron creer también que estaba a nuestro alcance si nos esforzábamos mucho. Ya de mayores, a no ser que seamos imbéciles, tomamos consciencia de que el punto de partida importa mucho. Entonces comprendemos que hay aspectos que no van a variar jamás (y casi que mejor así). Tal vez por eso a mí me cueste mucho relacionarme según con quien.

Me estoy desviando…

La cuestión es que un día, de pronto, te sorprendes solo (o sola). Y tu conciencia viene a visitarte. Ahí descubrirás, con perspectiva, que la has cagado más de lo que te hubiera gustado, que no siempre fuiste justo (o justa) con personas que están o estuvieron, que hay asuntos que ya jamás vas a poder arreglar (esto es un asco, la verdad) y que has tomado un montón de decisiones que tu yo de hoy calificaría al menos como cuestionables. Te habrás equivocado juzgando y en último término hasta dudarás del ahora, de tu ahora. O, más bien, del por qué ese es tu ahora.

Vincent Van Gogh escribió una vez que lo que nos libera de un encierro prolongado es un afecto profundo y serio, que sólo el amor abre esa cárcel imaginaria que nos mantiene confinados. Siempre creí que se refería a la pesadumbre que nos atrapa en forma de incertidumbre, de inseguridad. De saber si estamos en el lugar correcto, en el momento correcto, haciendo lo correcto. En resumen, si hay un sentido para todo esto, como planteaba al principio.

Resulta que un día estás trabajando y un compañero te avisa. Alguien está fuera del centro y pregunta por ti. Sales del despacho, bajas la escalera y, a través de la puerta, ves la sonrisa de dos chicos de los que fuiste educador. Sales, te abrazan, te cuentan que trabajan, que han alquilado un piso y que son felices. Te agradecen, te recuerdan anécdotas y ríen contigo. Te preguntan cómo te va y qué tal son los pibes que ahora tienes asignados. Cuando se van subes las escaleras y cruzas la mirada con dos compañeros. Asienten. Saben de qué va esto. Piensas que últimamente las cosas han estado difíciles en el recurso, pero acaban de salvarte. Y, de paso, acaban de recordarte por qué haces lo que haces.

De pronto, todo cobra sentido.

Nostalgia

En el tiempo flotas, en mi tiempo. En los ratos que me quedan acordándome de ti. En las tardes que te presentas en mi recuerdo. En las noches que espero cualquier milagro por tu parte.

Me falla la memoria recordando tus caricias. Esas a las que me resistí. Durante algún tiempo hice como si nada hubiera pasado. Luego el orgullo y mi forma de entender la vida casi me hacen borrarlo todo.

Dicen que en esto de querer siempre existe admiración. Y créeme que no conozco a persona alguna con tu coraje, con tu valentía. Por eso en ocasiones regreso, aunque no te lo diga. Lo pasé bien. Y diría que tú también.

La gente habla de belleza sin saber nada de ella. Estereotipos. Creen que va de curvas. Pero va de autenticidad. La belleza puede estar en una conversación o en cómo se afronta la vida.

No sé. Supongo que a veces te echo de menos. Y que existe en mí cierta nostalgia de lo que no dejamos que pasara. Diría que te descubrí tarde. Pero no es eso. Es solo que la existencia es así.

No eres una persona más en este mundo. No lo es quien hace por mejorarlo. Quien se revela, quien rema sin viento a favor. Eso te hace única. Que no te hagan dudar jamás de ti misma.

Comienza el año y con él llegará la lluvia. No es dolor. No hubo herida. Pero hay una marca invisible que percibo cuando te noto triste. Sé que se te pasará. Siempre lo hace. Y yo seguiré con mis asuntos.

Si las circunstancias hubieran sido otras. O el momento. O lo que sea… En otro plano tal vez las cosas habrían sido de otra manera. Alguna vez las imaginé. Y me quedaba un rato allí. Por si asomabas.

Ven algún día quieres, si así lo deseas, si existe deseo. O no. Que esto va de ser feliz. E igual lo eres. Espero que sí. Aunque, por si acaso, yo estaré justo a la distancia que te permita alcanzarme si huyes de todo.

Las buenas personas

Decía un personaje de un libro de Murakami que a nadie le gusta la soledad, pero que él no estaba dispuesto a hacer amigos a cualquier precio. Creo que, a medida que vamos madurando, validamos ese pensamiento en toda clase de relaciones. Sobre todo, si sabes quererte (cuestión que requiere de un aprendizaje). Supongo que con el paso de los años no estamos dispuestos, dispuestas, a tolerar ciertas cosas, determinadas actitudes. Y esto es algo que se va extendiendo hasta reconocer una suerte de mínimo ideal que puede que tal vez (y ahí viene lo que complica todo) no se alcance.

Veo en personas cercanas el miedo a quedarse solas. Y aceptan compañías que opacan su brillo. Se adaptan. Se hacen más pequeñas. Y priorizan mantener vínculo, aun sacrificando su propia naturaleza. “Sin”, como expresión que asusta. “Sin”. Ausencia o pérdida de algo importante. Y lo asociamos con el fracaso. Siempre ante el resto. Porque, ¿acaso fracasamos si somos lo suficientemente valientes como para mantenernos firmes en nuestros principios? Se me ocurre probar a darle la vuelta. “Sin”. Sin condicionantes, sin lastres, sin cargas. Libres para avanzar, para evolucionar, para mejorar.  

Hace poco me preguntaba una (mi mejor) amiga qué buscaba yo en una chica. Tengo la sospecha de que empieza a verme muy adulto y me imagina como caso perdido (Pausa. ¿Qué es perdido? ¿No caminar por donde otros, otras, esperaban que hicieras? ¡Sigamos!). En realidad no sé lo que busco, pero tengo clara una cuestión que, a día de hoy, es inamovible. A mí me gustan las buenas personas. Luego, a partir de ahí, va lo demás.

A veces me ocurre que conozco a alguien que responde a unos estándares de belleza ideales según nuestra sociedad y, cuando hablamos, me empieza a (entiéndase correctamente) “parecer fea”. No puedo evitarlo. Deja de molarme. Aunque también viceversa. Quiero decir, puedo tropezar con una persona que me parece más bonita cuanto más me cuenta, cuanto más la entiendo. Me puede parecer fantástica en conversaciones a priori triviales (pese a estar de acuerdo con Eric Draven en aquello de que nada es trivial) y hacer crecer ese deseo de saber más y más (*extender a la gente en general y extrapolar a todo tipo de relaciones). Las personas más bonitas son siempre buenas personas.

Sospecho que tendemos a escuchar más que a escucharnos. Cuando pocas cosas más increíbles que reírte con otra persona nada más verla, sin hablar. Ya saben, esa gente que tiene buena vibra. O que la tiene contigo. Que encaja. Que entiende tu humor. O tus preocupaciones. Y eso lo escuchas únicamente tú. Pienso, sinceramente, que nos tiene que dar igual todo lo externo. Los estereotipos, las presiones. Si estás a gusto, es ahí. Y no hay que darle más vueltas.

En ocasiones conservamos relaciones afectivas o amistades solo por el tiempo que llevamos manteniéndolas. Como si existiera una especie de contrato. Y si todo está bien, perfecto, lo compro. Pero no siempre sucede. Si las cosas dejan de ser bonitas, hay que moverse. Que, mientras, pasa la vida. Mientras a ese tiempo anterior se le sigue sumando más tiempo. Y más tiempo. Y más tiempo… Y luego no hay tiempo.

Si escribo esto hoy quizá sea porque alguna vez malgasté el mío. O porque estuve pendiente de opiniones que no eran la que cuenta (siempre es la propia). Y también porque soy consciente de que hay lugares donde no quiero estar y entiendo (y acepto) que hay sitios a los que me encantaría llegar, algunos de los que no quiero irme y otros en los que quisiera permanecer.

En realidad, no sé a qué viene todo esto. No sé. Hoy. De repente y porque sí. De veras, no lo sé. Solo sé que ojalá tuviéramos más tiempo. Pero es el que es. Así que a lo importante.

PD: Eric Draven es un personaje ficticio de una peli, por si te lo estás preguntando 😉

Por si se me olvida, por si se te olvida…

Juro que esta semana quería hacer muchas cosas, más allá de compromisos ineludibles que tienen que ver con citas médicas, revisión de Mafalda, compra de víveres o una entrevista televisiva que llegó sin avisar. Tenía ganas de ver a mucha gente, de terminar esa serie de la que ya he consumido las tres temporadas anteriores, de subir el nivel de los entrenamientos, de hacer algún pateo. Juro que cuando supe que tendría siete días planifiqué al detalle todo ese tiempo que parecía iba a ser eterno, visualicé situaciones, encuentros, momentos. Si yo quería, de verdad, pero…

Una cosa es lo que tu cabeza te diga que debes hacer. Otra distinta, lo que tu cuerpo necesita. Demasiado estrés últimamente. La mente sobrecargada por un curro que va más allá de la jornada laboral y atrofiada con decisiones que habrá que tomar más bien pronto que tarde. A veces querer no es poder, aunque se pueda.

Quiero que se entienda esto.

Claro que pude hacer todo eso. Seguro. Se habría forzado y fijo que hasta lo hubiera disfrutado. Sin embargo, ¿qué hay de mí? Quiero decir, ¿qué pasa con lo que de verdad necesito, necesitamos en general? No sé a ustedes, a mí este mundo me debe tiempo. Un tiempo que vamos metiendo en el cajón del para luego. Respiros que no tomamos, asfixiándonos después en no sabemos qué, con no sabemos qué. Tiempo no para hacer todo aquello que creemos pendiente, sino tiempo para no hacer nada, para parar, para desconectar un poquito de la vida. Del debo, del tengo que hacer, del me están esperando y del qué van a decir.

Lo siento, mi ser de cuando en cuando exige pausa. Y soltar. Y silencio. Y resetear. Y paz. Y ya.

Ocurre que mientras estamos encima de esa espiral llamada presente no nos detenemos a sentir, a sentirnos. Y al darle al stop llega la avalancha. No sé por qué no duermo bien, si estoy de vacaciones, no sé por qué me siento cansado o cansada, si estoy de vacaciones, no sé por qué este malestar, estas extrañas sensaciones, este dolor de cabeza, esta falta de aire… No sé por qué, si estoy de vacaciones. Pues a lo mejor porque es ahora, en vacaciones, cuando tu cuerpo se permite somatizar. Y no es malo, aunque lo parezca. Lo que ocurre es que no deberíamos necesitarlo.

Hoy escribo porque siento que quizás le he fallado a gente que me importa con la que quería hacer cosas, escribo porque me pregunto por qué no he visto ni un solo capítulo de esa serie de la que hablaba antes, escribo porque me cuestiono qué he estado haciendo estos días. Vaya… ¿Qué he estado haciendo? Bueno, en realidad, lo sé. No he hecho nada. Y he hecho bien. No hacer nada (o hacer nada), cuando toca, es hacer un montón. Es hacer lo que necesitas. Y lamento mucho haber pospuesto los encuentros. De verdad. Pero es que no podía ser. O sí. Aunque no de la manera que, creo, deben darse.

Desconectar para reconectar.

Mañana vuelvo al trabajo. Con un montón de cosas pendientes. Pero vuelvo con menos carga emocional. Sé que no todas las personas funcionamos igual. Y que algunas pueden seguir y seguir y seguir y seguir, hasta el fin de los tiempos. Lo sé porque yo antes era así. Y es algo a lo que no quiero volver. Solía estar de peor humor, solía ser más seco, más áspero. Ahora no me pasa. Y creo, sinceramente, que es porque a veces me tomo mi tiempo. Mi tiempo de ausencia o lo que sea. ¿Saben? No se puede ser simpático o simpática en todo momento, no se puede estar en todo momento, no se puede agradar en todo momento. Pero, sobre todo, no se debe forzar nada de lo anterior. Nunca.

A lo que voy. Está bien no estar siempre operativo, operativa, disponible. Está bien no estar siempre al cien por cien. Está bien cuidar tu salud mental. Porque, en realidad, es de lo que va todo esto. Sí, el objeto final de este pequeño texto es recordarlo, recordármelo, recordártelo. Por si se me olvida, por si se te olvida…

Otro año…

Cruzo el pasillo de la casa de mi abuela. En la esquina del salón está doña Pepa, su madre. Me ve y me llama. Me dice Cubito, de Jacobito. No recuerdo que acertase correctamente el nombre de alguna de mis primas o alguno de mis primos. Mete la mano en su bolsillo y saca un par de caramelos de la vaca (aquellos de nata) y me los da a escondidas, como si nadie supiera de sus trapicheos. Una noche me tengo que quedar en casa de una de mis tías. Carmen, que vive justo encima de la casa de Lala, mi abuela. Me despierto y el ambiente está enrarecido, pero no sé muy bien por qué. Me entero yendo al colegio. La bisabuela ha fallecido, a sus 100 años. Era un enano. Lo entendí mucho más tarde. Esos caramelos serán siempre especiales.

Mi abuela Tita y mi abuelo Tomás llevan un tiempo viviendo en Guamasa, justo en la casa de al lado de la de mis padres. Ella ya no es la misma, pero él está fuerte como un roble. El mecanismo que dirige la cabeza de mi abuela va deshaciéndose poco a poco. Yo me doy cuenta, aunque me niego a aceptarlo. Es ingresada. No la voy a ver mucho, como negando lo que está ocurriendo. Llega el día y nos desplazamos a La Gomera, lugar del entierro. A pesar de acercarme a la treintena mis recuerdos no son nítidos, todo parece lejano. Volvemos a Tenerife y a los tres días suena el teléfono. Mi madre, asustada, piensa en mi hermano menor, que se ha quedado en la isla redonda con mi tía y mi abuelo. Pero es este último, que, sin más, se paró. Aguantó 72 horas sin mi abuela. Un hombre no muy mayor, con una fortaleza enorme, curtido en fincas de plataneras y terrenos escarpados, que se apaga de golpe. Barco de nuevo. El cementerio a tope. Antes de que cierren para siempre su ataúd le doy un beso en la frente. Está helado. Esa noche, cuando mi familia duerme, rompo a llorar. Demasiados veranos en Hermigua que de buenas a primeras me parecen escasos. Nunca más esas tortillas para recibirme cuando la guagua me dejaba en las escaleras que conducían a aquella humildísima casa, nunca más desayunos con huevos fritos de gallina recién puestos, nunca más aventuras con aquel hombre al que conocían en cada rincón de su tierra.

Estoy de nuevo en La Gomera. Con mi pareja de entonces. Vacaciones programadas desde hacía tiempo. Unos días en ese hotel tan famoso de siempre que es más nombre que otra cosa. El resto, en aquella pequeña casa que ahora debe llenar sola mi tía. Me confirman la noticia por teléfono e incineran a mi otro abuelo estando yo fuera de Tenerife. Pido que lean algo que escribí de él y que conservo en mi ordenador. No sé si llegó a hacerse. Pocas cosas más jodidas que ver cómo el hombre más duro que jamás conocí se acercaba al final. Puta enfermedad. Antes de ella estuvimos enfadados mucho tiempo. Da igual el porqué. Cuando le llegó hicimos las paces sin decirnos nada. Y su sonrisa cuando me reconocía la interpretaré siempre como la alegría de haber arreglado lo nuestro antes de que fuera tarde. El respeto máximo que infringía contrasta con la debilidad progresiva que se apoderaba de él a medida que avanzábamos en el calendario. Aún sabiendo que está en esa urna, no siempre que regreso a su casa me acerco a ella. Me hace sentir frágil, vulnerable.

Mi abuela tiene ya 93 años. Es la persona que más admiro en el mundo. Una cabeza privilegiada y una discreción inigualable. Cuéntale lo que quieras, que, si dice que queda entre ella y tú, nadie más va a saber de qué hablaron. La veo cansada, pero con su sonrisa de siempre. No hace mucho se rompió la cadera. Sin embargo, volvió a caminar, aunque de aquella manera y con andador. Todos los días se levanta para echarse unas partidas al parchís y resolver unas cuantas sopas de letras. Es la jefa de la familia. La que nos sostuvo al resto. La que nos dio todo. El mejor potaje de la historia, las mejores anécdotas que puedas escuchar. Su voz siempre calmada, sus explicaciones cargadas de razón y lógica. Su moral, su integridad. Últimamente la visito poco. Soy idiota. Cuando lo hago, en ocasiones, no sé muy bien qué decirle. Me quedo mirándola y vuelvo a tiempos en los que fui muy feliz. No puede ser que ya estemos en este punto. No puede ser que haya cosas que ahora le cuesten tanto. ¿Qué estoy haciendo que dejo pasar tantos días sin dejarme caer por ahí? Con todo lo que me dio, con todo lo que merece…

Mis abuelas y abuelos son solo cinco ejemplos. Personas que han estado ahí más o menos tiempo. Personas que me han importado y a las que he querido. Infinidad de momentos que serían imposibles de enumerar. Pero infinidad de cosas que me hubiera gustado hacer. O volver a hacer. Y tantas palabras que nunca pronuncié…

Ayer cumplí años. Tantos como para que mi yo del pasado me llamase señor. O pureta. Como para que ese yo no me entendiese si un día me acercara al polideportivo del barrio a tirar un poco a canasta. ¿Qué hace este, con los años que tiene? Qué rápido pasa la vida. Qué cantidad de recuerdos.

Y ayer se acordó de mí mucha gente. Gente que probablemente esté leyendo esto. Y quería decirte que si tú formas parte de este grupo, que sepas que en mi memoria también estás, aunque no te lo diga. Bueno, aunque no te lo suela decir, que ahora mismo sí lo estoy haciendo. Gracias por lo que hemos compartido. Si quieres, habrá más. Yo quiero… Y si te apetece, cuéntaselo también a quienes decidieron apartarse o aparté yo hace mucho, pero que siguen conectadas y conectados contigo. Si ves a alguna de esas personas, diles que si estuvieron en algún momento fue porque ambas quisimos. Y esos ratos me siguen valiendo. Gracias también a ellas y ellos.

A lo que voy, que me estoy liando. La vida pasa muy rápido, ¿saben? De pronto soy muy adulto y entiendo que muchas cosas no volverán y algunos sueños no podrán cumplirse. Sin embargo, hay otros tantos que sí y esperan una cantidad enorme de recuerdos por crear. En fin, que gracias a quienes dedicaron un poco de su tiempo en felicitarme. Qué regalo tan valioso.

PD: Deberíamos dedicarnos más tiempo.

Mucho amor.

Por cierto. Ayer fui a ver a mi abuela.

Un virus llamado intolerancia

Intento que no me afecte, pero es imposible. De verdad. Y no quiero enfadarme, no quiero esta sensación de tristeza conmigo. Esta decepción constante que sufro por vivir en una sociedad individualista y tan poco solidaria. Estoy harto de vídeos de bulos que rulan en whatsapp y alucino cuando escucho canciones xenófobas haciendo las veces de himnos en manifestaciones contra los que vienen de fuera. Idiotas, ¡que nacimos aquí de casualidad! En serio, estoy muy jodido.

Hoy he visto un post en Facebook. Alguien compartía una noticia sobre el drama que se vive en las islas y el rechazo que provoca el fenómeno migratorio. En él, una respuesta contra este colectivo, aderezada con insultos, justificada con información falsa y auspiciada por la frustración de quienes confunden las cosas. El comentario lo había hecho una persona que no sabía que ya no estaba en mi lista de amistades dicha red social. Supongo que es fácil entender el porqué. Yo no la eliminé (suelo ser más de silenciar, sobre todo cuando reconozco brotes de intolerancia). Sin embargo, es evidente que mi pensamiento choca directamente con sus dogmas y que ella dio ese paso. En realidad, debo decir que en el fondo estoy hasta agradecido de que tomase esa decisión. Ojalá no tener que encontrarme con publicaciones supremacistas que me provocan arcadas. Lo digo así de claro: me dan asco y siento una profunda decepción cuando me topo con algo así, ya que viene de gente de la que muchas veces no lo espero.

Las Islas Canarias están sufriendo la mayor llegada de pateras desde la crisis de 2006. La coyuntura no es la deseada. La maldita pandemia complica y condiciona todo lo que nos rodea. La economía está en horas bajas. Dependemos del turismo y si la hostelería no camina nos quedamos sin nuestro principal motor (también digo que igual deberíamos potenciar otros ámbitos, pero esto es cuestión aparte). Así, con un paro superior al 25% la inseguridad crece y el miedo alimenta la desconfianza. Un pueblo en dificultades que se encuentra acogiendo a gente aún más pobre, a personas más vulnerables, desamparadas. Lo siguiente es que luego barrios desestructurados que necesitan agarrarse a algo recelen de lo que no conocen. Porque hay que identificar al culpable, ponerle cara al enemigo.

Yo me pregunto cuántas y cuántos nos hemos parado a preguntar a esa gente por qué está aquí. Resulta que el mundo está peor que en 2006. Y lo vivimos en nuestras carnes, en el supuesto primer mundo. Así que imaginen cómo deben estar esos países donde desde hace mucho la miseria es compañía y la violencia una amenaza constante. Añadan la carencia de recursos sanitarios. Vaya cóctel. Si aquí el maldito virus está causando estragos, en lugares donde la ciencia brilla por su ausencia es la sombra de un monstruo con guadaña. Ya no es perseguir una vida mejor, es huir de la muerte.

No hace mucho leí un tweet de un trabajador de salvamento marítimo (respeto máximo a quien se juega el pellejo para salvar vidas), que se secaba las lágrimas tras imaginar en sus hijas la experiencia que vivió una niña cuando vio, en presencia de su madre, cómo el cuerpo inerte de su hermana era arrojado por la borda antes de tocar tierra. Recuerdo el nudo en la garganta y la sensación de impotencia cuando pensé en esa gentuza que niega una vida digna a quienes no tienen nada.

Lo peor de todo es esa sensación de legitimidad de ese pensamiento miserable. Porque siempre ha habido gente racista, pero jamás sacaron pecho. Precisamente porque saben de su mezquindad. Y, por el contrario, quienes siempre acogieron a aquellas personas que dejaban atrás el infierno ahora parecen asustadas ante esa caterva que justifica la xenofobia (se esconden las buenas y los buenos, es para cagarse).

Cada individuo que compra el discurso del odio se convierte en una nueva pieza de un fracaso colectivo del que forman parte medios de comunicación nauseabundos que priman el clic por encima de la dignidad, políticos que sobre el papel defienden los derechos humanos mientras eluden la confrontación directa o ministerios que no se coordinan… Cada cual debe asumir su responsabilidad y plantarse, practicar un poco la pedagogía y combatir la discriminación de una vez por todas, sin paños calientes.

No puede ser que el ruido de los bulos sea más potente que el altavoz de la verdad. Que hay peña que decide creerse mentiras tan grandes como que a los migrantes irregulares se les da una paga, que disponen de ayudas para pagar un alquiler o que reciben dotaciones en principio destinadas a otras cuestiones (lo de las pensiones como recurso recurrente de las y los ignorantes que ni se molestan en contrastar lo que leen). No puede ser, tú. Así calan después mensajes de partidos ultraderechistas en barrios humildes, joder. Y luego las protestas que crecen hasta convertirse en amenazas, reyertas, peleas, palizas… Todo este rechazo que se está generando se sostiene en el desconocimiento y las falacias. Y no pasa nada. Es terrible.

Yo trabajo con menores migrantes. Me he enfrentado a la xenofobia en administraciones públicas, centros de salud y la propia calle. Y estoy muy harto. Si es que hasta personas del sector llegan a dudar cuando reciben una avalancha de vídeos de algún conocido, o escuchan de broncas, o les llega el eco de lo religioso ligado a supuestas invasiones ideológicas. Eso es muy duro. Te cruje el piso y se tambalea la fe en el ser humano.

Ojo, sé que estamos lejos, que hay mucho trabajo por hacer. Sé que el modelo migratorio es un desastre. Entiendo que se nos compare con Lampedusa o Lesbos, porque allí también les han dificultado alcanzar el continente. Soy consciente de que la gestión es un desastre, de que hay un 60% de plazas libres en la península para personas migrantes y de ayudas económicas mal gestionadas. Y yo también creo que no hay propuestas de verdad, alternativas reales. Pero no comprendo a quienes sitúan los derechos económicos por encima de los humanos, no valido que un mierda, aspirante a rapero, componga un tema segregacionista y haya quien lo cante, y no comparto que permitamos que se vulneren derechos como si nada. Somos un pueblo mejor que todo eso, puente entre Sudamérica, África y Europa, que en un pasado no muy lejano se movió en masa buscando un mejor porvenir. Hay que ser gilipollas para posicionarse en contra de seres humanos que dejan su tierra y sus familiares movidos únicamente por el deseo de seguir con vida. Y sí, sé que ha habido incidentes. Pero es que han llegado casi 10.000 personas en los últimos meses en una situación límite; gente que quiere seguir su camino y a la que le dicen que no puede. La desesperación y la crispación van de la mano. Es un hecho y aquí también sufrimos las consecuencias, incluso con más frecuencia, aunque no se amplifica por igual.

En fin, que de verdad ando tocado. Por lo que estamos viviendo y por lo que puede venirse. Por este enfrentamiento en lo más bajo entre plebe y olvidados en una sociedad que, cada vez más, parece contagiarse del virus llamado intolerancia.

Carta de una mascota que se va

¡Hola, colega! Si estás leyendo esto es que yo ya me he ido. Lo primero que quiero hacer es pedirte disculpas, porque sé que el vacío que dejo es enorme. Pero tú y yo sabíamos que esto iba a suceder. Es la vida. Y la naturaleza dicta que mi estancia aquí debe ser más corta que la tuya.

Yo tengo una teoría: creo que muchas de las especies que habitamos este planeta venimos aquí para dar amor. Aunque nosotros, los perros, somos expertos en eso, de modo que nos basta un periodo de tiempo menor que el vuestro. Sé que piensas que es una estafa, pero… ¿A que mirado de esta manera tiene sentido? Y haz memoria; ya has visto cómo otros de mi especie se apagan cuando son ellos quienes quedan huérfanos.

Por fortuna, los humanos tenéis la capacidad de aprender y mejorar. Así, amáis mejor con el paso de los años, vuestro afecto es más sano, más sincero, más puro. Y dejáis de ser egoístas (aunque hay excepciones, claro). Nosotros traemos todo eso de fábrica y desde el primer momento demostramos lo que llevamos dentro. Además, no cargamos con ese absurdo orgullo que hace que escondamos sentimientos y que ustedes tienen, estúpidamente, tan presente. ¿Sabes aquella amiga a la que siempre ladraba? ¿Qué puedo decir? No me caía bien. Yo no sé fingir…

Pero es justo por eso que sabes que mi amor hacia ti ha sido incondicional. Y es que lo nuestro resultó único. Tú puedes pensar que me elegiste, pero te voy a confesar algo: fui yo quien te eligió a ti. Miré en el fondo de tu corazón y decidí entregarte el mío. Sin importarme tu estatus, tu condición, tu posición. A mí me importaba tu mirada, que te mostraba sin adornos, sin artificios, simple, natural. Como no podía ser de otro modo, la honestidad sentó las bases de nuestra relación.

Betty

Quiero que comprendas que yo no he querido marcharme. ¿Dónde iba a estar yo mejor que a tu lado, jugando con una pelota, paseando contigo por el parque o simplemente durmiendo entre tus piernas mientras miras fijamente esa caja que emite destellos y sonidos? ¿Acaso crees que mis noches van a ser mejores que aquellas de las que disfrutaba cuando me subía a tu cama? Ni de broma. El tacto de tu piel sobre mi pelo es la sensación más bonita del mundo, del mismo modo que saber que estás sonriendo por mí le da sentido a mi existencia.

Sin embargo, es lo que hay y ahora a ti te toca seguir. Y tendrás que aprender a vivir con eso. Sé que querrías encontrarme esperándote en la puerta del baño, que echarás de menos que te dé la lata cuando no quieras perder tu concentración delante del ordenador y que no te acostumbrarás a mi ausencia en cada comida. Ya no voy a clavarte más mi súper mirada de pena ensayada tratando de que caiga algo de esas cosas tan ricas que tú te echas a la boca, ni me adivinarás al otro lado de la puerta al llegar a casa. Lo siento, de verdad.

¿Qué puedo decir? La vida sigue. Y la vida mola. Mi vida moló. Y fue gracias a ti. Es por eso que te pido que, cuando te sepas capaz, vayas a por otra u otro como yo. Y que le des todo ese cariño que te va a sobrar, que guardabas solo para mí. Puede que pienses que no volverás a sentir esa conexión, lo sé. Mira, no te mentiré (no sé hacerlo), posiblemente estés en lo cierto, pero es un favor que te pido por mi especie. Y te lo pido porque sé de lo que eres capaz. Hiciste de mi vida un viaje increíble. Ahora conoces el camino y es el momento de que lo recorras de nuevo en otra compañía. Ese perro o perra que venga va a alucinar, en serio. Y, como yo, te va a dar todo lo que tiene. Que no va a ser igual, es cierto. Pero será mucho. Piensa que es una manera de mantener nuestro recuerdo, de honrar nuestra relación. Y no te agobies, no va a ocupar mi espacio. Va a querer el suyo. Dáselo. Quizás un día, si el paraíso existe también para los humanos (de que todos los perros van al cielo no cabe la más mínima duda), podrás presentarnos y yo le diré que es cierto todo eso que le has explicado de mí.

Yuna

Una cosa más. No he muerto, ¿vale? Jamás moriré. Solo que ahora vivo en ti, estoy en ti. En cada paso que das, en cada bocanada de aire. Iré contigo porque me quedé a vivir para siempre dentro de tu corazón. No me preguntes cómo, pero he encontrado la manera (ya sabes, los perros hacemos cosas que no pueden explicarse). Y te ayudaré siempre, en todo. Te ayudaré a sonreír cuando tengas un mal día, porque volveré a tu mente como cuando te notaba mal de ánimos, cuando pensabas que el mundo era más fuerte que tú y te examinabas insignificante (menos mal que estaba yo ahí para recordarte que para mí tú eras el mundo, enorme como el mar que se perdía en el horizonte). Pero también te ayudaré en cosas más simples y placenteras, como en la educación de esa nueva mascota; que la experiencia es importante.

Es muy probable que me encuentres a menudo en tus sueños. No será cosa tuya. Seré yo, para que sepas que todo va genial, que te estoy esperando en un lugar maravilloso. Aquí somos un montón y no nos falta de nada. Bueno, nos faltan ustedes, pero ya llegaréis. Así que no tengas prisa, estaré bien. Vive y así tendrás muchas cosas que contarme, que me encanta cuando lo haces. Y sabes que te guardaré cada uno de tus secretos. Tú y yo, como siempre ha sido.

Por último, quisiera agradecerte cada cosa que hiciste por mí. Cada caricia, cada plato de comida, cada salida, cada conversación. Te agradezco hasta las vacunas que no quería ponerme, porque lo hacías para mejorar mi existencia, para que estuviese a tope de energía y con mis defensas listas. Insisto, mi vida ha sido absolutamente fantástica. Me he sentido el animal más especial del mundo. Y, si volviera a nacer, haría lo posible por volver a tu lado para no cambiar absolutamente nada. Lo perfecto no puede mejorarse.

Bueno, que me despido. Cuando quieras verme, hazlo. No tengas miedo. Ni tristeza. Regresa a esos momentos. Estaré moviendo mi cola y correré hacia ti para llenarte de lametones. Te voy a querer hasta el fin de los tiempos. Y sé que tú a mí también. Me lo demostraste cada día.

Me marcho en paz. Hasta que volvamos a encontrarnos.

Tu querida mascota.

IMG-20200620-WA0011

El monstruo

El monstruo asomó por primera vez una noche, sin avisar. Hizo tan poco ruido que casi no recuerdo ese momento como el comienzo. No pude verlo y fue rápido. El vértigo desapareció con un abrazo y todo quedó en una anécdota.

Pasado un tiempo, el monstruo entró en la que entonces era mi casa. Y ella se despertaba sobresaltada, con el corazón a mil. Yo no lo entendía, así que trataba de restarle importancia, deseando calmarla para poder cerrar mis párpados en busca del descanso. Suspenso en empatía, materia que tuve que recuperar más adelante aún sin saber muy bien de qué iba.

Ya estando solo, el monstruo se apuntó una tarde a un partido de fútbol. Me hizo salir del mismo con las pulsaciones descontroladas y la sensación de que iba a morir ahí mismo. Un compañero puso sus dedos en mi cuello, aunque no miraba el reloj para calcular el ritmo del latido. Era secundario. Lo importante era ver cómo se desarrollaba el encuentro. Esa misma noche me acerqué a un centro de salud donde otra persona sin demasiadas ganas de trabajar y nulo deseo de saber qué ocurría me insinuó, electro en mano, que era extraño que no me hubiese pasado nada grave.

Aquello encendió la luz roja y el monstruo encontró la manera de esconderse de mí, aún estando dentro. Consulté a varios especialistas tratando de dar con el fallo de un corazón que hasta esa fecha me permitía alardes a los que jamás volví a acercarme. Taquicardias que no tenían que ver con lo físico, pero que afectaban directamente a lo físico. Cuando comenzaron a darse sin esfuerzos de por medio, el miedo creció descontrolado y cualquier aumento en la frecuencia cardíaca disparaba mis peores temores.

Que se activen las alarmas, si no hay necesidad real de huir, no es agradable.

La medicación consiguió reducir los síntomas, aunque el monstruo se dejase ver a través de mi piel, con erupciones en la cara y picores si las duchas no eran a la hora en la que mis sentidos se tomaban un receso. Y es que es agotador tenerlos disparados todo el tiempo. Estado de alerta constante. Cada día acabas extenuado. Cada día, siempre fundido…

El monstruo decidió entonces tomarse un respiro. Y yo creí haber vencido. Siempre con mi arma secreta en un bolsillo. Esa que se coloca debajo de la lengua si huele a peligro. A pesar de que ya no ocurriese. A pesar de que ya no ocurra. Aunque las pastillas acaben deshechas por el desgaste de tanto viaje sin destino. Siendo eficaces de otro modo. Al fin y al cabo, es otra manera de cumplir su función.

Entonces, creyéndome ya libre, quise solucionar el problema que tengo respecto al hecho de que el ser humano anhele volar, a pesar de que la naturaleza no le haya dotado de alas. Miré a los ojos al pánico y conseguí ganarle una batalla. Sin embargo, perdí la siguiente y evité un tercer enfrentamiento. El empate está bien cuando no se quiere perder. Esto, aunque no lo parezca, también tiene que ver con el monstruo.

El monstruo, tras comprender que evitando la lucha ya no podía atormentarme, decidió cambiar de táctica y atacar llegada la noche, cuando estuviese solo. Y comencé a no querer dormir si no compartía techo.

El monstruo se creció en mi debilidad y, poco a poco, oscureció también al sol. No tener compañía era un tormento. Ahora daba igual cuándo. Huía de casa, buscando refugio en seres queridos, sin que ellos supieran a qué se debía tanta visita. Y, por otra parte, empecé a excusarme cuando no me sentía seguro, ausentándome a última hora de reuniones de amigos o marchándome antes de tiempo si la intranquilidad se apoderaba de mi pecho.

Así fui alcanzando la peor de las estaciones, que es la apatía…

Los días pasaron a ser fotocopias grisáceas, sin motivación ni colores con los que cambiar el decorado. Y todas las cosas normales que siempre hice resultaban ser tremendamente complicadas. Los paseos con mis perras, cortos y siempre con la casa a la vista. Una simple ducha, en el menor tiempo posible y mejor si había alguien en otra habitación. Hacer ejercicio, escribir, comunicarme, comer, moverme. Tareas complejas.

Yo, que siempre supe disfrutar de mis ratos de soledad, me asfixiaba si nadie compartía el mismo aire.

Claro que en esas ocasiones no estaba solo, aunque así lo creyera. Estaba yo, sí. Pero también estaba el monstruo.

Y el monstruo me quería solo para él, así que me susurraba al oído que no hiciera planes, que todas esas oportunidades no eran para mí, o que no enfrentase ningún desafío. «Huye. Huye de esta o aquella situación. Huye de esa persona. Huye de tus deberes, de tus necesidades. Huye de todo». Y tanto huí que dejé de ser yo mismo. Y ese yo que no era yo alejó incluso a seres que me sostenían, que me iluminaban.

Ni siquiera sé todo lo que me perdí durante tanto tiempo. Se pierde tanto cuando se pierden las ganas…

Y aún al monstruo le quedaba otra carta que jugar. Su joker particular. «La gente no lo va a entender. ¿Sabes qué van a decir de ti? Que eres débil. Que te domina la mente». Y me lo creí. Porque, en su momento, yo mismo pensaba que estas cosas no eran para tanto, que no podían ser graves. Sabía lo que se pensaba desde fuera.

Qué mierda de sociedad esta que impone tabúes a las emociones. Sociología de un mundo que omite la educación emocional. Educación que enseña todo lo que se espera de cada persona, sin preguntar a esas mismas personas qué quieren ser o cómo se sienten con lo que son.

Claro que de los valores equivocados también se podría hablar largo y tendido. Y de cómo nos afectan…

Es una putada cuando no comprendes lo que ocurre. Cuando no eres capaz de expresarlo. ¿Cómo? Si de esto no se habla. Y si alguna vez has escuchado algo, ha sido negativo. Como poco lo relacionan con la tristeza, pero no es tristeza. Ojalá. Triste he escrito muchas hojas. En ese agujero negro no hay nada de lo que se pueda sacar algo de provecho.

Tuvieron que empujarme. Una tarde me presentaron a un tipo que se dedica a cazar monstruos. Y que enseña a pelear con ellos. Así que comenzamos a vernos. Primero una vez a la semana. Luego una cada dos. Más tarde, cada tres… Hasta que un día era yo el que preparaba las trampas por si el monstruo volvía. Y el cazador me dijo que ya no necesitaba de su ayuda.

El monstruo había desaparecido.

Titán

Hace unas dos semanas volví a visitar al cazador por primera vez en mucho tiempo. Y hablamos de un montón cosas. De lo que brilla de la vida, del querer o del futuro. Joder, del futuro. Queda tanto por sentir ahí… Hay tantas ganas de sentir…

Igual mucha gente ya lo ha adivinado, pero mi monstruo se llama Trastorno de Ansiedad. Y aunque sé que está en alguna parte, ya no viene conmigo a ningún lado. Hasta tengo programados dos vuelos. Dos batallas a ganar. Porque, por fin, voy a la lucha sin carga adicional.

Hoy reconozco al monstruo en otros rostros. Veo a gente lidiar con él. Y también he redescubierto a quienes tuvieron que hacerlo, cercanas o no. Familiares, amistades o incluso personas que crees inmues: iconos deportivos, tipos que con una profesión como excusa te hacen reír a diario (y que de repente una tarde publican un vídeo que sirve de bálsamo) o personalidades varias siempre bajo la poderosa luz de brillantes focos. Porque el monstruo es más común de lo que podamos imaginar. Y no respeta posición, educación o situación. No respeta nada. Una de cada cuatro personas se ha enfrentado, se enfrenta o se enfrentará a un monstruo como el mío. Y probablemente no adivinarán un motivo. No cuando asome. Y se sentirán desamparadas, incomprendidas…

Así que me he animado a compartir mi historia, a confesar mi experiencia, para hacerles saber que, por fortuna, hay un montón de cazadoras y cazadores de monstruos que están ahí para cada persona que los necesite. Para ayudar a cada una a reconocer su problema, para impulsarla a querer enfrentarlo y para darle las herramientas para vencerlo.

De modo que quiero transmitir un mensaje de optimismo, de esperanza. Se puede. Yo pude. Otras personas han podido. Así que si te ocurre y, por lo que sea, me estás leyendo, que sepas que te lo debes. Busca a tu cazadora o cazador y pídele que te adiestre.

PD: ya que he llegado a este punto, voy a permitirme dar un consejo a quienes conviven con alguien que esté sufriendo este proceso: nadie quiere tener ansiedad y es muy importante lo que se les dice a estas personas. Hay que ser amiga o amigo, no psicóloga o psicólogo (deja ese rol a la o al profesional). No hay soluciones mágicas, aunque a ti te puedan parecer lógicas. Y es que no hay un sentido racional a todo esto. Lo mejor que puedes hacer es estar. Sin más.

Aquí, un vídeo de PlayGround que explica muy bien el proceso y viene de lujo tanto para los que están dentro como para los que lo viven desde fuera:

Miento

Aquel día por fin te habías ido de un sitio al que ni siquiera fuiste. Un espacio jamás real para ti. Al alba entendí que yo solo resulté refugio de ese invierno tuyo que había durado cuatro estaciones. O puede que más. Una morada sin gavetas, porque sabías que no habría nada que guardar. Un búnker sin despensas, ya que el mañana tocaba en otra parte.

Yo creía saberte y no sabía nada. Embriagado por los insomnios de tus palabras, por la risa de tu verbo, por la magia de una sonrisa. Para mí eras tan real que me dolió hasta los huesos el posterior estruendo de tu mudez, la rabia de tus miedos, esa distancia que ya no era física.

Y mientras te reconstruías yo me iba derrumbando. Se me rompieron las costuras y sangraron mis demonios. Y me desesperé. Y disparé mil balas de fogueo para llamar tu atención. Pero ya tenías tus brazos sobre otros brazos. Ganando con tus ganas, elegiste una trinchera de verdad, sin grietas y sin tiempos finitos.

Yo entonces no era consciente.

Hoy sé que paré demasiado tarde. Luchaba contra el perfume de tu recuerdo, contra el perfecto desorden de tu caos. Contra todo aquello que me mantuvo con vida los días sin azul. Luchaba con eso que eras tú y lo que yo proyectaba de ti.

Pero un día, por fin, cerré los párpados y ya no eras protagonista. Solté cada cosa que jamás se amarró a mi espalda. Y dejé de buscarte donde nunca estuviste. Hizo tanto ruido tu silencio que no tuve más remedio que salirme de esa telaraña tan vacía de todo lo que yo anhelaba.

Mas me había inventado aquel escenario, joder. Los rincones de sinceridad, la red que nos sujetaba… No existían. Así que bloqueé el imaginarnos rozándonos la piel, el soñarme amaneciendo en tu mirada. Así dejaste de ser la protagonista de mis auroras.

Y amaneció. Y crucé mi vista con otros ojos, esta vez auténticos. Y después mis manos acariciaron otro pelo. Y mis dedos dibujaron sobre otra piel. Me topé con la vida, que sí era cierta. Dejé los pesares y los intentos de alegrar a quien no quería que le hicieran sonreír. Y comenzó a sobrarme mucha gente. Y encontré otra de la que no sabía.

Comprendí que hay personas que solo esperan lo bueno si viene de quien eligen. Tal vez fue eso, que tú no me elegiste, que jamás apostaste por mí. Quizás jugaste con las cartas marcadas. De esa manera, te serví de comodín y me sacrificaste para ganar por la mano. Bien jugado, ¿qué puedo decir?

No te lo digo, pero en ocasiones vuelvo a aquellos días y me invento cómo hubieran sido las cosas si yo hubiese actuado de otro modo. Dando un paso adelante o expandiendo un espacio que asfixiaba aún en la lejanía. Luego me río. Y agradezco a no sé qué o a no sé quién. Al universo, al destino, a lo que sea. Agradezco entender que mi búsqueda nunca tuvo que ver contigo, pero que sin ti quizás no habría encontrado el norte.

Y miento…

Miento si te digo que sigo estando. Pero miento si te digo que ya no estoy. Miento si te digo que te dejaría caer, pero miento si te digo que deseo, de suceder, que tengas que recurrir a mí. Miento si te digo que no me alegra que seas feliz, pero miento si te digo que no hubiera deseado tener algo que ver en ello.

Escribo en pasado…

Aunque, sobre todo, miento si te digo que fuiste tan importante como lo soy yo para mí mismo ahora. Y miento si te digo que no me cautivaron después. O miento si te digo que no creo que vuelvan a atraparme y que ojalá no suceda.

Miento si te digo que no agradezco ese sueño que fuiste. Aunque mentiría más fuerte si te dijese que despierto no estoy mejor.

Y miento…

Porque no es verdad que ya no hable del nunca, del ojalá y del qué vendrá.

PD: tengo vértigo de nuevo, y no miento 🙂

Salto

Tormenta

Supongo que cuando hablé con Sergio, la semana pasada, no esperaba un texto como éste. Seamos claros: yo tampoco. Salí de su consulta tras completar una sesión que invitaba al optimismo. Los deberes marcados fueron pocos, precisamente porque las sensaciones difícilmente podrían ser más positivas. Practicar algún ejercicio para poder gestionar un posible momento de debilidad y releerme aquello que escribí cuando, hace medio año, logré ganar una batalla en esta guerra que no ha acabado («Detrás del miedo», en este mismo blog).

Tengo un examen mañana. La asignatura me apasiona: Marketing Mix. Las clases son una pasada. Marisol, que así se llama la profesora, es de ese tipo de docente que encuentras muy de cuando en cuando. Una enciclopedia. Un libro abierto. Capaz de hablar horas y horas, sin repetirse, sin dejar de enseñar. Puedo contar los maestros de tales características que he tenido en algún momento de mi vida con los dedos de una mano. No he sido capaz de estudiar una sola página de los apuntes. Ni de leer. No puedo. No estoy. Esa misma tarde debería coger un vuelo con destino Lanzarote. Y en mi cabeza no cabe nada más.

Sé que, si lo comparo con otras cosas, este problema, visto desde fuera, puede parecer menor. Pero cada individuo es único, diferente. Con sus características y particularidades. Con su mente. Que no funcionan todas del mismo modo. Esto es importante. ¿Saben ese dicho de que no debemos juzgar a los demás porque cada persona está inmersa en su propia batalla? Resulta que es completamente cierto. Y lo que atañe a la mente es especialmente delicado.

No me gusta estar atrapado, odio los lugares cerrados. Y jamás me gustó volar. Cuando me agobio, salgo de donde estoy. Me subo a mi coche o doy un paseo. Ahí arriba, como mucho, podré dar unos pasos por un pasillo estrecho… Voy a confesar algo: recientemente, un día de cine, apareció esa incómoda sensación. Nunca la había experimentado en este lugar. Y en mi caso, por fortuna, me ocurre muy esporádicamente. Pero es que viene sin avisar. Se repite el patrón. Parece que te falta el aire. Te preocupas. De repente las pulsaciones suben, se disparan. Por momentos parece que no estás, que oyes todo de lejos. El miedo hace acto de presencia, alimentando el malestar. Miras alrededor, como esperando una solución. No la hay. No donde estás mirando. La solución es uno mismo. Pero explícate eso cuando tu corazón va a mil. Es complicado. Al final pude contener mis pensamientos y seguir disfrutando de la película. Aunque no sé si se repetirá en otra ocasión y si lo llevaré del mismo modo…

Pensándolo bien, este escrito no va sobre mí. O, al menos, no únicamente. Me gustaría que la sociedad fuera más consciente y compresiva con este tipo de problemas. Ojalá todas las cabezas viniesen con un interruptor de reseteo de fábrica. Uno que vaciara toda la mierda que se amontona en la sesera. Seguro que muchos hemos escuchado alguna vez a otra persona cuestionar la veracidad de una depresión o un estado de estrés, por poner un ejemplo, de una tercera; a gente que dice que eso de las enfermedades mentales es cuento y que ellos arreglaban a Fulano o Mengano con cuatro frases, que les quitaban la tontería. El individuo es inteligente; la sociedad, ignorante.

Ignoran la lucha constante en la que viven… Como si no fuesen los primeros interesados en salir adelante, en alejarse de esas cadenas que no les permiten ser al cien por cien. Igual que yo deseo volar. Tengo un hermano, al que quiero con locura, viviendo demasiado lejos de mí. Sólo lo veo cuando regresa a la isla. Es algo que me duele cada día. Ya no es visitar todos esos lugares que te pierdes y que, de todas, todas, querría conocer. Es ver a mi hermano, joder. Por eso me revienta cuando me dicen aquello de que no es para tanto, que no sea miedica. No tienen ni puta idea.

Avión

A pesar de haberlo logrado recientemente, no las tengo todas conmigo esta vez. Y es que esto va así. A veces te sientes más fuerte, otras menos… Hace tiempo que hemos reservado una preciosa villa en la costa. Está el coche esperando y un montón de planes que llevar a cabo en un fin de semana que se presenta apasionante. Tres amigos, de esos que te cuidan, han organizado todo con la idea de dar un paso más en mi lucha. Y luego yo he involucrado a otra persona, capaz de transmitirme una mayor tranquilidad, para que se desplace con nosotros, aunque luego allí tenga su itinerario propio. A poco más de veinticuatro horas, si hubiese que embarcar justo ahora, sé a ciencia cierta que no lo haría. No sé mañana, pero en este momento, no sería capaz.

Y aquí hace su aparición otro problema. La presión autoimpuesta por no joder la aventura, por no fallarles a ellos y por no decepcionar a tanta gente que piensa que voy por el buen camino. Es una carga terrible. Retroalimenta a la propia ansiedad y resulta contraproducente. Pero está ahí, rondándote la cabeza… Esto es algo que también llevan en su mochila aquellos que sufren de otro tipo de trastornos relacionados con el cerebro. No hay que decepcionar. No es una opción el mostrarse débil. O no contar el problema, porque se sentirán extraños o por el qué dirán. Es una putada. Una muy grande.

Podría seguir con esto, tratando de explicar más al respecto. Sin embargo, no creo que sea necesario. Llegado a este punto, sobran las explicaciones. Justo porque va sobre empatía. Un poco como todo en la vida. Quien haya sido capaz de entenderlo no necesitará más líneas. El que no lo haya hecho, no lo va a hacer porque yo doble estos párrafos.

Habrá quien considere que publicar esto es un signo de debilidad. Habrá quien crea lo contrario. Y en realidad solamente dos cuestiones me parecen realmente importantes: la necesidad de liberarme y la necesidad real de normalizar y concienciar sobre temas hasta no hace mucho tabú. Cada cabeza funciona de un modo distino, no hay un modelo universal.

Gracias por leer. No escribo mucho últimamente.