Por si se me olvida, por si se te olvida…

Juro que esta semana quería hacer muchas cosas, más allá de compromisos ineludibles que tienen que ver con citas médicas, revisión de Mafalda, compra de víveres o una entrevista televisiva que llegó sin avisar. Tenía ganas de ver a mucha gente, de terminar esa serie de la que ya he consumido las tres temporadas anteriores, de subir el nivel de los entrenamientos, de hacer algún pateo. Juro que cuando supe que tendría siete días planifiqué al detalle todo ese tiempo que parecía iba a ser eterno, visualicé situaciones, encuentros, momentos. Si yo quería, de verdad, pero…

Una cosa es lo que tu cabeza te diga que debes hacer. Otra distinta, lo que tu cuerpo necesita. Demasiado estrés últimamente. La mente sobrecargada por un curro que va más allá de la jornada laboral y atrofiada con decisiones que habrá que tomar más bien pronto que tarde. A veces querer no es poder, aunque se pueda.

Quiero que se entienda esto.

Claro que pude hacer todo eso. Seguro. Se habría forzado y fijo que hasta lo hubiera disfrutado. Sin embargo, ¿qué hay de mí? Quiero decir, ¿qué pasa con lo que de verdad necesito, necesitamos en general? No sé a ustedes, a mí este mundo me debe tiempo. Un tiempo que vamos metiendo en el cajón del para luego. Respiros que no tomamos, asfixiándonos después en no sabemos qué, con no sabemos qué. Tiempo no para hacer todo aquello que creemos pendiente, sino tiempo para no hacer nada, para parar, para desconectar un poquito de la vida. Del debo, del tengo que hacer, del me están esperando y del qué van a decir.

Lo siento, mi ser de cuando en cuando exige pausa. Y soltar. Y silencio. Y resetear. Y paz. Y ya.

Ocurre que mientras estamos encima de esa espiral llamada presente no nos detenemos a sentir, a sentirnos. Y al darle al stop llega la avalancha. No sé por qué no duermo bien, si estoy de vacaciones, no sé por qué me siento cansado o cansada, si estoy de vacaciones, no sé por qué este malestar, estas extrañas sensaciones, este dolor de cabeza, esta falta de aire… No sé por qué, si estoy de vacaciones. Pues a lo mejor porque es ahora, en vacaciones, cuando tu cuerpo se permite somatizar. Y no es malo, aunque lo parezca. Lo que ocurre es que no deberíamos necesitarlo.

Hoy escribo porque siento que quizás le he fallado a gente que me importa con la que quería hacer cosas, escribo porque me pregunto por qué no he visto ni un solo capítulo de esa serie de la que hablaba antes, escribo porque me cuestiono qué he estado haciendo estos días. Vaya… ¿Qué he estado haciendo? Bueno, en realidad, lo sé. No he hecho nada. Y he hecho bien. No hacer nada (o hacer nada), cuando toca, es hacer un montón. Es hacer lo que necesitas. Y lamento mucho haber pospuesto los encuentros. De verdad. Pero es que no podía ser. O sí. Aunque no de la manera que, creo, deben darse.

Desconectar para reconectar.

Mañana vuelvo al trabajo. Con un montón de cosas pendientes. Pero vuelvo con menos carga emocional. Sé que no todas las personas funcionamos igual. Y que algunas pueden seguir y seguir y seguir y seguir, hasta el fin de los tiempos. Lo sé porque yo antes era así. Y es algo a lo que no quiero volver. Solía estar de peor humor, solía ser más seco, más áspero. Ahora no me pasa. Y creo, sinceramente, que es porque a veces me tomo mi tiempo. Mi tiempo de ausencia o lo que sea. ¿Saben? No se puede ser simpático o simpática en todo momento, no se puede estar en todo momento, no se puede agradar en todo momento. Pero, sobre todo, no se debe forzar nada de lo anterior. Nunca.

A lo que voy. Está bien no estar siempre operativo, operativa, disponible. Está bien no estar siempre al cien por cien. Está bien cuidar tu salud mental. Porque, en realidad, es de lo que va todo esto. Sí, el objeto final de este pequeño texto es recordarlo, recordármelo, recordártelo. Por si se me olvida, por si se te olvida…

El éxito y la naranja

En la película ‘7 años’, cuatro socios de una empresa tecnológica han de tomar una decisión compleja. Han sido pillados evadiendo impuestos y alguien tiene que pagar. Pagar en este caso significa declararse culpable e ir a la cárcel, liberando al resto. Para tal cometido, deciden contratar a un mediador para que les ayude. Sin embargo, uno de los socios no cree que sea la mejor opción. Entonces, para hacerle ver que la mediación es una buena idea, el mediador le pone como ejemplo una naranja que dos personas desean, cuestionándole cómo podría contentar a las dos partes. La respuesta que da el interrogado es la que seguramente daría cualquiera: partirla por la mitad y repartirla. Sin embargo, como dice el mediador, ahí las dos personas involucradas saldrían perdiendo, porque ambas quieren una naranja, no media. La siguiente sugerencia es darle a una la naranja y prometerle a la otra la siguiente naranja, pero nuevamente existe una fisura: “la promesa de una naranja no es lo mismo que una naranja, como no es lo mismo casarse que prometer que te vas a casar”, explica de nuevo el mediador, quien invita al resto a aportar ideas que puedan dar con la solución. Así, otro de los socios propone dar la naranja a una parte y hacer un regalo a la otra. Pero claro, haciendo esto volverían a sentirse perjudicadas. Una porque la naranja es tan buena que la han tenido que comprar con un regalo y la otra porque el regalo sería desmedido (en el film se plantea un reloj de lujo) en comparación a su naranja. Cuando la rendición es generalizada, el mediador explica que la solución pasaría por preguntar a ambas partes para qué quieren la naranja y así averiguar que una quiere la cáscara para hacer tarta y la otra la pulpa para hacer zumo. Tras escucharlo, uno de los socios se ríe y le dice que no, que en realidad todo el mundo querría la pulpa para hacer zumo, porque, según sus palabras, “todos queremos lo mismo, lo que ocurre es que unas personas lo consiguen y otras no”. Y justo entonces llega el mejor momento. El mediador lo mira y le dice: “Tienes razón, Carlos. En esta vida todos queremos lo mismo”. Y señalando al resto de participantes en la reunión, prosigue: “tú quieres lo mismo que él, quieres lo mismo que ella y quieres exactamente lo mismo que yo”.

A mí la escena me parece brillante y siempre he pensado que es un gran ejemplo de vida. Algo a aplicar en nuestro día a día y que tiene mucho que ver con el respeto hacia las decisiones de otras personas. Supongo que a todas y a todos nos ha pasado: familiares o amistades que nos incitan a tomar uno u otro camino. «Estudia esto porque ganarás más dinero». «Sal esta noche, que igual conoces a alguien». «Cómprate una casa». «Ten un hijo». Y mil ejemplos más. La realidad es que no creo que estas personas quieran presionarte, todo lo contrario; estoy seguro de que desean lo mejor para ti. Sin embargo, se basan en su escala de valores, no en la tuya. Y esa es la clave.

Yo he tardado en encontrar un trabajo en el que me sienta realizado. Mis salarios anteriormente fueron superiores (hubo alguno inferior también) haciendo otras cosas, pero no creo que haya sido igual de feliz, haya tenido la misma motivación a la hora de desempeñar mis funciones ni me haya sentido tan realizado y en paz. Claro que el dinero es importante, aunque en su justa medida. Si tengo mis necesidades bien cubiertas y me puedo permitir algún capricho de cuando en cuando… ¿Para qué más? Vale, puede que a los ojos de determinada gente esto no puede parecer exitoso. Sin embargo, mi concepto de éxito posiblemente sea diferente al suyo.

Cuando pienso en el éxito siempre me viene a la mente Ralph Waldo Emerson, para quien era, en sus propias palabras, “ganarse el respeto de las personas inteligentes y el cariño de los niños. Apreciar la belleza de la naturaleza y de todo lo que nos rodea. Buscar y fomentar lo mejor de los demás. Dar el regalo de ti mismo a otros sin pedir nada a cambio, porque es dando como recibimos. Haber cumplido una tarea, como salvar un alma perdida, curar a un niño enfermo, escribir un libro o arriesgar tu vida por un amigo. Haber celebrado y reído con entusiasmo y alegría, y cantado con exaltación. Tener esperanza incluso en tiempos de desesperación, porque mientras hay esperanza hay vida. Amar y ser amado. Ser entendido y entender. Saber que alguien ha sido un poco más feliz porque tú has vivido”. Tal vez no se parezca mucho a lo que la sociedad de hoy entienda como éxito. Hoy, con las redes sociales proyectando la mejor imagen y siendo tan visuales. Claro que esto va, como apuntamos antes, de la escala de valores que cada persona haya establecido para sí misma. Al final, para cada ser humano el éxito puede significar una cosa diferente.

No debes tener hijos porque sea lo socialmente establecido. Igual prefieres tener la libertad de viajar, de atender tus inquietudes. Y no pasa nada. Hay gente que es madre o padre y luego son un desastre. Porque en el fondo no querían. O porque la responsabilidad que implica es superior. Si no estás dispuesta o dispuesto, no lo hagas. No pasa nada. Yo no soy padre, aunque tengo una perra. Está claro que no es lo mismo, pero es algo que también implica responsabilidad. Mafalda tiene casi 14 años y un lupus que la lleva al veterinario mucho más que a cualquier otro can sano. En lo que va de año pocas semanas no hemos pisado la clínica. Pero fue mi decisión ir con ella hasta el final. Adquirí ese compromiso con gusto. En ocasiones hay quien me dice que salga más de casa, que haga más planes. Pero, ¿y si yo prefiero estar con mi perra? ¿Está mal eso? El tiempo no vuelve y ella me ha demostrado amor todos los días. Soy feliz saliendo a cenar, por supuesto, aunque también quedándome a su lado. Es más, según cómo esté ella, puedo preferir claramente lo segundo.

No sé. Entiendo lo de tratar de aconsejar a las personas que nos importan, pero hay aristas que tal vez no controlemos. Yo tengo un piso que compré con veintipocos años. Sin embargo, entiendo que haya quien prefiera pagar alquiler y moverse cada vez que así lo sienta. Qué carajo, yo no quiero vivir en ese piso. No me arrepiento de haberlo comprado, pero en algunos momentos en los que económicamente iba un poco justo fue una carga. ¿Cómo no voy a entender la otra posición?

En fin, que me estoy enrollando y yo solo quería dejar una reflexión muy básica: la vida de cada persona es suya y sus anhelos también. Y, aunque pueda sorprenderte (porque piensas como Carlos el de la peli), pueden ser muy diferentes a los tuyos. Así que no presiones a ese amigo, a esa amiga, para que haga lo que crees que debe. Propón, claro que sí, pero ya. Porque sentir que debes hacer algo que no te apetece es molesto e incluso hay quien no lo soporta, cediendo para encajar y siendo infeliz a escondidas. Que esto también va de salud mental, por cierto.

Bueno, resumiendo, que recuerden lo de la naranja, ¿vale? Se los dejo por aquí abajo 😉

Y ya.

La película está bastante bien, por cierto…

Al revés no es lo mismo

Habría que plantearlo al revés. A la hora de encontrar a alguien, digo. Al revés. Deberíamos dejar de pensar tanto en nosotros para pensar un poco más en nosotros. Suena a contradicción, lo sé. Pero tal vez no sea una locura. Y es que somos unos cobardes. Porque siempre estamos pensando en “ojalá no me equivoque con esta persona”. Jamás en “espero que esta persona no se equivoque conmigo”.

¿A que no es lo mismo?

El «no quiero equivocarme con ella o con él» ya implica una merma de nuestra pureza. Vamos con el freno de mano echado, por si acaso. Estamos esperando el fallo que nos diga que no es la persona adecuada. Funcionamos así. El no quiero equivocarme ya deja la puerta abierta a que exista el error. No creo que sea la mejor manera de ser libres. Con la mosca detrás de la oreja no se es libre. Pendientes de si no es, proponemos que no lo sea. Y nos descuidamos.

Pero el «espero que no se equivoquen conmigo» conlleva compromiso. Proclama que debes ser la mejor versión de ti mismo. Plántate, joder. Mira a esa otra persona y rétate. «Voy a ser lo mejor que haya encontrado, voy a merecer mucho la pena alegría». Sin ataduras, sin peso en los bolsillos. Enfrentando con nuestra mejor cara, siendo la propuesta interesante que buscan.

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Dejar de pensar en nosotros para pensar un poco más en nosotros.

Seremos nosotros los que saldremos ganando.

Pensadlo.

No es una locura.

Es un sí, pero no

Imaginad que conocéis a alguien a distancia. Por teléfono, por ejemplo. Una conversación que nunca debió darse pero que ha llegado. Pierdes tu móvil y llaman a tu casa para avisar de que lo han encontrado, te telefonean para devolverlo. Luego, por lo que sea, comenzáis a hablar banalidades y os reís. Resulta que no es posible veros hasta dentro de unos días y que repetís llamadas en los días posteriores. Y que os gusta esa persona. Os atrae. Existe magnetismo. Dice todas esas cosas que piensas y sabe cómo dar con la tecla si entre broma y broma le comentas algo personal que en ese momento te preocupa. No imaginéis tanto. Seguro que os suena aunque sea de otra manera. Las redes sociales ahora mismo son capaces de conectar a desconocidos que en la vida real jamás hubiéramos imaginado encontrar. Y seguro que habéis vivido algo parecido a lo que describo en alguna ocasión. Claro que sí, nos ha pasado a todos…

Pero un día llega el momento. De la entrega del teléfono en el caso que puse como ejemplo o del encuentro inevitable que se acaba dando con quien conociste. Pero no es lo que esperabas. Una pena. Ella es demasiado bajita, o le sobran unos kilos. A él le falta pelo en la cabeza, o lleva unas gafas enormes que no esconden su falta de vista. Ella resulta que tiene un tono de voz más grave de lo esperado. Él no gana demasiada plata o directamente no tiene trabajo. Ella hace ruido masticando. Él cojea. Ella calza un número de zapato muy grande. Él no ha terminado sus estudios. Ella no puede disimular una cicatriz en la ceja. Él fuma.

Pero no hace falta que ocurra todo eso. Con un solo caso, a veces basta.

¿Qué dirán mis amigas de un chico que ha tenido que volver a casa de sus padres? ¿Qué pensarán mis colegas de una muchacha que tiene estrabismo? ¿Cómo se va a tomar mi madre que él no comparta las creencias en las que me educaron? ¿Entenderá mi padre que ella trabaje en una discoteca?

Basta para poner pegas. Basta.

Putas preguntas de mierda de un mundo hipócrita que habitamos. Mundo hipócrita, habitado por hipócritas.

Estamos tan mal educados…

Y encima nos enfadamos con nosotros mismos. Porque no entendemos cómo nos podemos llegar a sentir atraídos por una persona que no encaja en nuestro círculo, por alguien que aun poniendo patas arriba nuestra vida no era lo que teníamos pensado.

Nos enfadamos y la jodemos.

La jodemos porque así es como perdemos.

Mierda de contradicciones debidas al peso de lo que estipula la comunidad, con sus cánones de belleza, sus varas de medir y su formal corrección. Mierda de cerebro que no nos deja hacer lo que el corazón nos pide. Ser libres para intentar ser felices. Mierda de sociedad que nos quiere perfectos. También en las apariencias.

Deberíamos ser todos ciegos por momentos, joder. Para así dejarnos de estupideces. Deberíamos además, ser sordos a ratos. Para que no nos afecte el qué dirán.

Bueno, no. En realidad deberíamos simplemente ser conscientes. Y justos. Sobre todo con nosotros mismos. Para que no influya el dinero, ni los estereotipos, ni lo que venga de afuera. Debería solo importarnos lo que sentimos. Y que pese más el que alguien te haga reír, te escuche, te entienda…

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Debería importarnos lo que solo va a afectarnos a nosotros mismos. Que nadie va a vivir nuestras vidas. Que ya tienen las suyas.

Dilo a tiempo

Tengo una hermana y un puñado de hermanos. A dos de ellos me los regalaron mis padres después de haberme traído a mí antes al mundo. Supongo que conmigo practicaron para luego hacer mejor las cosas… Les salió bien; son dos tipos fantásticos. A los otros me los regaló la vida. A la mayoría de pequeño (algunos en el colegio, otros en el barrio); y luego hay dos con los que topé ya con cierta edad. A uno lo conocí en una página web caduca en la que disfruté como un enano muchos años atrás, y desde el primer momento fue como verme reflejado, solo que con otro acento. El mismo que comparte con mi hermana. De ella supe en la universidad y me costó muy poquito quererla. Fue quien inspiró este post…

Con mi hermana hablo de cuando en cuando. No soy muy amante de las llamadas, pero necesito escuchar a algunas personas cada cierto tiempo. Con ella me pasa una cosa: suelo mostrarle mi cariño muy a menudo y jamás nos enfadamos, a pesar de que muchas veces no entendamos algunas decisiones del otro. Más ella las mías, he de confesar; y es que soy un desastre, aunque eso ahora no viene a cuento. La cuestión es que siempre que nos comunicamos trato de que no se me quede nada que decirle con respecto a nuestra relación.

¿Y sabéis? Tal vez eso sea algo que debiéramos hacer con cada una de las personas que forman parte de nuestra vida.

Porque nunca se sabe. Un día, por lo que sea, no estás. O no está alguien. No me estoy poniendo en lo peor, que también. Hablo de cualquier circunstancia que haga perder la conexión. Imaginad. Nosotros con cosas en el tintero. Sin decir, sin hablar, sin soltar… Recrea en tu mente la imagen de ti mismo en ese instante en el que te das cuenta de que ya no vas a volver a conversar con esa determinada persona. Añádele la pregunta que siempre quisiste hacerle pero que posponías en el tiempo y de buenas a primeras ya no tendrá respuesta. O súmale lo que pensabas contarle cuando llegase el momento adecuado.

Momento adecuado… (¿?)

Vale, sal de esa situación. Que es una mierda no es agradable.

No sé ustedes; yo a veces, cuando me bajo del mundo y me quedo a solas conmigo, recreo escenas en las que tengo charlas con mucha gente. Que luego no se dan. Y pienso que no tendría que ser así. Ya que si llega el día en el que vas a tener que callar todo aquello que antes no dijiste, el desasosiego puede acompañarte siempre que ese alguien regrese a tu mente. Definitivamente no me parece una buena idea.

Porque un día no está. O no estás.

¿Y entonces?

Entonces nada. Salvo las dudas, los silencios, la ausencia…

Nada, salvo cosas negativas.

¿Me vais pillando? Sí, de eso se trata; hay que decir las cosas. Y si es el caso de una persona que merece la pena o quieres, decirlas bien. A pesar de que no sea agradable, de que no exista acuerdo si llegáis a discutir. A pesar de todo… Cuando vayas a dormir, ve en calma. Hoy comprendo que es casi vital no irte a la cama enfadado con quien te importa. Enfadado tú, o enfadada la otra parte. Yo he permitido que me ocurriese alguna vez; la última no hace mucho. Un error, esas semanas aún me pesan. Me duelen. Crean distancia… No, cuando llegues al catre, hazlo en paz. Que no se te haya quedado nada.

Y si significa algo, díselo. Si algo te molestó, díselo. Si tienes un plan, díselo. Si te cae bien, díselo. Lo que sea, díselo.

Sé que no suena muy positivo.

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Mirad… Ojalá todos estemos aquí mucho tiempo. El suficiente para que no se nos quede nada por decir, el suficiente para charlar de todo lo que algún día tendremos que contarnos. De lo que te apetece decirle a tu familia, a tus amigos, a esa persona que te enamora o a cualquier otra que estés deseando conocer.

Ojalá. En serio. Ojalá.

Pero el tiempo, y sobre todo la vida, no hacen pactos. No te dan oportunidades extras. No puedes echar otra moneda y seguir la partida.

Por eso yo te planteo… ¿Piensas irte hoy a planchar la oreja así?

Reflexiona antes.

La importancia de cuidar lo que importa

Tengo una amiga con la que últimamente hablo menos que siempre insiste en la importancia de las relaciones personales. Suele incidir en lo profundo que resulta para ella implicarse con alguien. De lo que le cuesta porque tiene miedo a sufrir. Y no habla solamente de relaciones de pareja. Abarca mucho más que eso. Creo que se refiere al amor en general. Amor hacia las personas que de un modo u otro se ganan pedacitos de nosotros a base de estar, o de ser. De personas que van calando poco a poco en el alma y se convierten en algo que no teníamos previsto. Me gustaría ser más concreto en esto que expongo, pero me da que eso es algo que se siente y que, como también sostiene esta persona, cada cual lo vive a su manera y con distintos niveles de intensidad.

Esta teoría, a la cual me he ido abonando despacito pese a que se la discutía en un principio, nos sugiere que perder a alguien con quien mantengamos una relación afectiva de pareja (noviazgo) no tiene por qué ser más doloroso que perder una amistad en la que nos hemos apoyado en momentos que pueden habernos resultado muy duros o aquella que viene de tan lejos que no recuerdas el momento exacto de su nacimiento.

Me sirve el ejemplo real de una persona que cuando comprobó que sentía algo más serio que la amistad por otra quiso poner distancia para no dañarse a sí misma, y acabó lastimando tanto o más a esta última por buscar un final a una conexión que se da muy pocas veces. Curiosamente, cuando quien quiso romper con todo entendió este punto, ya había apartado de su lado a quien no debió alejar y, a día de hoy, me da a mí que ni con calzador conseguirá que el zapato encaje como en su día lo hizo.

Dejando este pequeño apunte de lado, que si bien nos ha servido de modelo para introducirnos en materia no deja de ser un caso puntual, quiero incidir en que en el mundo en que vivimos las relaciones personales no se cuidan como debieran.

Puede ser que el que yo acabe de ver una película como es “Truman” (la cual aprovecho para recomendar encarecidamente) me tenga en este momento con el sensible subido. O puede ser que en realidad crea que somos muy gilipollas cuando la cagamos de tal modo que lo importante pasa a segundo plano y nos ponemos los primeros sin darnos cuenta de que por el camino del yo nos dejamos un nosotros que nos hace mejores, que nos completa.

Supongo que todos volvemos atrás en nuestra mente de vez en cuando. Y hoy me ha dado por pensar que quizás si a ese amigo con el que tuve un conflicto estúpido hace años que acabó enfrentándonos le ocurriese algo grave en el presente y yo no estuviese, me sentiría como un pedazo de mierda muy grande. Hoy me ha dado por pensar que nunca he tenido la oportunidad de decirle a aquella novia con la que terminé tan mal que posiblemente nuestra relación estaba viciada y por eso nos dijimos e hicimos cosas de las que seguro nos arrepentimos, cosas que debimos ahorrarnos para simplemente tomar cada uno su camino, y que espero y deseo de corazón que todo le vaya bien y que encuentre la felicidad que, como todos, persigue. Me ha dado por pensar que casi nunca le digo a mis padres lo importantes que son o a mis hermanos que me dan la vida y que yo daría la mía por ellos. Me ha dado por pensar que debería gritar a los cuatro vientos lo afortunado que soy por tantas personas magníficas que forman parte de mi vida; y no solo aquellas con las que voy a beberme unos vinos un día entre semana o los que comparten equipo de fútbol, sino también a las que veo cada demasiado tiempo o esas que ni siquiera conozco pero consiguen arrancarme carcajadas en alguna red social. Me ha dado por pensar que me gustaría tomarme algo con todas ellas. Y me ha dado por pensar que haría lo imposible por retroceder en el tiempo unos meses y hacer las cosas de otro modo.

Sí… Cuando me da por pensar me pongo pesado, es verdad.

En fin… No sé qué pasa. No sé a qué ha venido este arrebato. Pero necesitaba soltar. Y decir que tenemos que cuidar más las relaciones con los demás. Joder, tenemos que cuidarlas mucho, porque al final todo lo demás importa menos que nada. Todo lo demás son accesorios. Y en la vida los accesorios son solo eso, adornos que lucen pero que no son nosotros.

Solo eso. No son nada más.

Perdonad este texto si es un poco un caos y por momentos el hilo se pierde. Está escrito por un impulso repentino y ni siquiera me apetece releerlo. Ni revisarlo. Porque también es cierto que estoy seguro de que todo lo que está escrito, lo quería decir. No sé si elegí la mejor maneras, pero el contenido es real. Así que ahora buscaré una foto y lo colgaré sin más.

Ya en otro momento seremos más metódicos, ¿de acuerdo?

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Perdón por la chapa. ¡Abrazos!

Creí verte esta vez

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Me invité a inventar paseos al alba, botellas de vino, tardes de lluvia y manta, noches de luna llena por llenar y conversaciones en voz baja. Imaginé que serías a quien le confesaría mis miedos, por quien valdría la pena (y también la alegría) ser atrevido. Revisé en mis bolsillos para ver qué podría ofrecerte y solo soñé millones de ideas, nada infalible. Pero a mí me bastaba. Seguro de jugar mis cartas aún con una mano perdedora, pues estimé suficientes los arrestos para crecer al unísono y exponerme.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Hablé conmigo mismo de ti tantas veces que acabé atrapado en la contradicción de no divisar nada más. Los que como yo no buscan compañía tiemblan cuando reconocen una cintura a la que amarrarse. Un puerto en la tempestad, la luz de un faro para un barco a la deriva y un acantilado traidor al que darle la espalda. Y quise, claro que quise. Saltar a pesar del oleaje y nadar a contracorriente por llegar a tu bahía. Reencontrarme valiente en el espacio y volar. Volver a volar… También en avión.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Agotado de tanta belleza vacía, hastiado de desencuentros en una segunda conversación, cansado de conectar con todo el mundo menos con alguien. Hace tiempo que dejé atrás las tardes de gloria y las mañanas de pesar; en ti buscaba madrugadas de estrellas y sobremesas de caricias. Cuando ya no esperaba nada, la sombra de tu figura. Me pareció verte llegar con las manos vacías, y aunque cargaras con una mochila de cosas inservibles a tus espaldas a las que en realidad no quieres renunciar, yo no quise renunciar tampoco a intentarlo.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Te susurré cada noche antes de dormir sin que te dieras cuenta, desperté todas las mañanas contigo y viajé durante las horas del día hasta tu lado. Tan lejos. Y solo a la distancia del tiempo que tardo en cerrar mis ojos. Me miré en el espejo y vi la seguridad que había escondido muy al fondo. Y te quise grande, del tamaño del cielo. Grande hasta el horizonte. Grande hasta el infinito. A pesar de que no sería fácil, de que habría que pelear cada minuto, pues no llevo el atajo de la gloria en mi equipaje.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Planeé una historia en la que tú eras la protagonista. Me advertí desbocado por el incontrolable deseo de lo imposible. Me perdí en tus fotos cuando encontré en ellas el milagro de una sonrisa más tarde confirmado por lo brillante de una mirada. La magia de tus curvas cuando la alegría te come la cara, la magia de un pozo interno que alberga tesoros no descubiertos. La persona y no el personaje. Lo que no saben de ti quienes saben tanto de ti. Lo que eres cuando no quieres ser otra cosa. Lo que queda una vez desechados los envoltorios inservibles y los adornos solo útiles cuando todos miran.

Creí haberte visto antes, pero no como ahora. Nunca como ahora. Estaba convencido de que en esta ocasión no me había equivocado. No esta vez. No era posible tanta casualidad, ni tantas señales, ni tantas ganas por mi parte. Pensé en echar el resto. Derramar mis adentros y elevarte hasta el cielo. Desayunarme el mundo, contarte hasta mil, entregarte mi esencia. Adjudicarte las llaves de mi alma para que me destroces si quieres confiando en que no lo hagas. Poner mi brazo para que nunca tropieces, callarnos al ocaso.

Y es que era como otras veces antes, pero distinto como nunca. Ya había vivido este momento y sin embargo jamás de esta manera.

Pero volví a equivocarme, amor. Más fuerte que nunca.

Porque yo no conté contigo. O porque tú no me contaste contigo.

O porque tampoco eras tú. ¡Maldita sea!

No eras tú. O no eras ahora.

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Posdata: donde quiera que estés y quien quiera que seas, nos veremos algún día.

 

Caídas y amnistías

Tú también lo hiciste, ¿verdad? Fuiste dando los pasos correctos, midiendo los tiempos, creándote espacio, construyendo en silencio… ¿Tú también lo hiciste? Claro que sí. Por supuesto. Porque cuando algo merece la pena tenemos paciencia, somos íntegros, mantenemos la calma y creamos de la nada. Cuando algo merece la pena cualquier hora es buena para seguir alimentando las sonrisas, regando ese jardín que esperas florezca y deslumbre algún día. Tratando de que la raíz del árbol sea firme, para que el tronco no se incline. Buscando que el tronco no se incline, para que broten los frutos. Durante ese periodo no miras el reloj, ni calculas la carga. Porque eso que quieres ver crecer merece la pena. Claro que sí.

Pero eres persona.

Tú también te equivocaste, ¿cierto? Tropezaste con un rumor, te pudo la prisa, moriste de distancia, te creíste tus propias irrealidades… ¿Tú también te equivocaste? Por supuesto. Porque eres humana o humano, porque odias ver lejos lo que quieres tan cerca. Y no sabes cuánta agua necesita el verde. Y ahogas tratando de dar vida. Las flores no se marchitan solo por carencia, puedes estropearlas por exceso. Y deambulas entre el caos, la espera eterna y el corazón contenido. Porque merece tanto la pena que te desbordas. Y lo estropeas.

Y te alejas.

Y sufres.

Porque eres persona.

Deja de depender de ti lo que un día te creó dependencia. Ya no tienes el control y eso descontrola. Vuelves a errar.

Y te alejas. Aún más.

Pero eres persona. Y deseas regresar.

Aunque depende de otro alguien. Ya no de ti.

Leí una frase en forma de pregunta estos días que rezaba lo siguiente “¿Nunca has deseado tener una segunda oportunidad para conocer a alguien por primera vez de nuevo?”

Todos, sin excepción, lo hemos querido. Con todas nuestras fuerzas. Y demostrar que podemos aprender, que no habrá más errores, que ganará la calma. No se puede cambiar lo que nunca quisiste hacer y aun así hiciste. No se puede volver en el tiempo. Lo del ‘DeLorean’ es solo fantasía. Simplemente se puede corregir para cuando llegue el futuro. El que quisiste… O el que te toque.

Todos hemos querido.

Yo soy de segundas oportunidades. Porque puede que quien haya fallado una vez quizás no vuelva a fallar. Se puede educar al instinto. No debe desaparecer, pero sí controlar. Y si existen dos caminos y un día tomas el incorrecto, hay una solución. Volver sobre tus pasos y recorrer el que sí correspondía. Aunque para eso no deben haber vallado la entrada. Soy de segundas oportunidades. Las he necesitado en cualquier ámbito de la vida. No soy perfecto. Nadie es perfecto. Las he necesitado. Las he dado.

Creo que se es grande cuando ves a otro trastabillarse y, aunque con su caída te salpique de barro, miras en su dirección por si se ha roto un hueso en lugar de fijarte en qué tan sucia ha quedado tu ropa por su culpa.

Porque en este mundo todos somos personas.

Y puede que algún día quien pierda el equilibrio y embadurnes a otro seas tú. Será entonces cuando desearás que te levanten. Y no que te miren diferente. Porque tú sabrás, pese a todo, que ese fallo no te define. Y sabrás, ante todo, que nadie más que tú lamentará ese error. Tu castigo será el hecho más que cualquier otra pena.

Sabrás si te trastabillas, y sabes aunque nunca ocurra, que hay más. Lo que eras y lo que serás. Lo que eres. Lo que quieres ser. En lo que te quieres convertir. Y lo que puedes ofrecer. Sabes que no eres, ni mucho menos, un momento de debilidad.

Levantar

Simplemente, eres persona.

Y también te gustaría que te conozcan por primera vez en una segunda ocasión.

Incoherencia

Duele.

Es como una muerte.

O peor.

Porque tienes que vivir de otro modo.

Cuando no fue la naturaleza quien te apartó.

Sino ir justo en contra de la tuya.

 

Duele.

Da igual quién tenga razón. Lo duro es la pérdida. Porque eso es lo que daña.

Nos pasamos la vida esperando un fallo del otro. Como si tú no fallaras.

Todos fallamos. Somos humanos.

 

¿Qué es lo importante?

Lo verdaderamente importante, quiero decir.

No, no es tener razón o dejar de tenerla.

No es sentirse legitimado para tomar una decisión.

Lo importante es lo que dejas de tener al decidir enfrentarte a alguien.

Culpar a alguien.

Apartar a alguien.

Lo importante es lo que tachas.

 

Como si no perdiésemos nada.

Y perdemos tanto…

 

Elegimos creer palabras de terceros y no preguntamos directamente.

Preferimos crear una estúpida película que justifique nuestros actos.

Resulta más sencillo romper por esa grieta que asoma a poner un parche sobre ella.

¿Qué demonios ocurre? ¿Acaso no había confianza?

 

¿Eso es lo que te ha importado?

¿Dónde queda lo que compartes?

Esos ratos en los que no hay nadie más y solo ustedes comprenden.

Donde desnudas tu alma, cuando hablas a pecho descubierto.

Y confiesas todo eso que no eres capaz de hablar con otra persona.

Porque ésa es la persona que entiende tu mundo interno.

 

¿Te sientes bien al perderla?

Quizás tienes miedo. Miedo a que desaparezca ese secreto tan bello.

Y cuando deja de ser un secreto, lo pierdes.

Porque la magia no se cuenta, es un susurro.

 

Y luego… Cuando las dos partes se alejan todo se llena de vacío.

Vacío al llegar a casa.

Vacío por las mañanas.

Vacío en una cabeza llena de recuerdos.

 

Y si te sientes atacado, brota el orgullo.

Dices que jamás perdonarás.

Y que al otro le toca pagar.

Las cuentas a la larga siempre son a medias.

Pero tú has decidido levantar un muro de silencio.

Y te prometes que no volverás a asomar por la mirilla.

“Ha de ser así, me ha hecho daño”.

Deja de contar todo lo que cuenta.

 

Un minuto de enojo puede acabar con un año de cimientos.

Cimientos conquistados a base de alientos y presencia.

 

Siempre uno gana y el otro pierde.

Es mentira.

Puede parecerlo al principio.

Mientras dure la incoherencia.

Pero en la mayoría de los casos, se pierde en ambos lados.

Porque se deja de tener tanto…

Solo que no te has parado a pensarlo.

Y te dedicas a correr

A darte más prisa.

Más gente.

Más ocupar el tiempo.

 

¡Qué no pare la vida!

 

“Yo aquí no me quedo.

No en mi memoria.

Tengo demasiado por hacer, demasiado por vivir.

Demasiados retos, demasiados viajes.

Demasiado.

Y no.

No era tan importante.

Tal vez jamás lo fue”.

 

Da igual que todo lo que anhelas un día se lo hayas contado a quien queda atrás.

Todos tus sueños a quien queda atrás.

 

Lejanía

 

Te voy a decir algo, en voz baja:

No da igual.

Nunca da igual.

Aunque aprendas a vivir con ello.

 

Que aprenderás.

 

Otro cantar es que valga la pena.

Pues ha dejado de valer la alegría.

 

 

 

Abrir la puerta

Han pasado muchos años. Recuerdo que era primavera. Los días eran cada vez más largos y las tardes de sol daban para mucho. Da igual de qué manera la conocí y cómo empezamos a compartir ratos. Lo pasábamos bien hablando. Nos entendíamos. Éramos un poco compinches a deshoras, cuando la vida nos daba una tregua y olvidábamos la prisa de un mundo que no para.

Una mañana un mensaje de buenos días, una tarde un “tengo ganas de verte” y una noche un beso enviado antes de dormir. Todo de repente, sin avisar. Hermoso, solo que yo no estaba, o no quería estar así. Mientras crecían sus ganas el agobio me subía y cada vez más frecuentemente yo buscaba ocupaciones que me escondieran tras la cortina queriendo que el tiempo devolviera un estado que ya no regresaría.

Por entonces yo ya sabía que nuestra complicidad le vino grande y su mirada había cambiado. Le brillaban un poco más los ojos, aunque evitara contacto visual si la descubría observándome de cerca. Incómodo, di paso a la indiferencia, que consumió su paciencia y en un acto irracional brotaron reproches y deseos que yo no podía atender y tampoco entender.

Y pensé: “ella me quiere”.

Pero no. Ella solo estaba enamorada.

Son cosas diferentes que suelen confundirse.

Para querer a alguien esa persona debe dejar que la quieran. ¿De qué vale tener amor para otro si no puede entregarse? Puedes enamorarte y tener que tragarte tus mariposas. Han de dejarte querer.

Estaba enamorada, pero no me quería. Y ése era el problema principal. Ahí nos confundimos todos, no solo yo. Claro que comenzó a hacer cosas que me incomodaron, claro que aparecieron altibajos en su mente, claro que su rabia me hizo daño. Ella no me quería. Aunque solo porque yo no la dejé hacerlo. Pero ella quería quererme, convencida. De tal forma que llegado a un punto de no retorno su fracaso cambió el decorado. Lo que para mí era azul se tiño de un gris incomprensible (no quiero ni imaginar sus colores), nubes donde siempre brillaba el sol (no quiero ni imaginar su cielo).

Sofoco en mi garganta. La di de lado. Nos alejamos.

La alejé…

Pero dicen que el karma existe, y siempre aparece.

Años más tarde, en otro escenario, me tocó interpretar el papel que no entendí antes. Al otro lado del decorado me descifré deseando darle lo mejor de mí a otra persona, aspirando a compartir más tiempo, suspirando por más buenos días y buenas noches. Mas al querer crecer solo yo, desesperación, impotencia, incomprensión. Era yo ahora el que actuaba de manera absurda. Haciendo cosas que solo podrían alejarme.

Y me di cuenta de lo que ocurría.

Estaba enamorado. Pero no me dejaban querer.

Frustración.

¿Cómo se le pide al alma que deje de sentir lo que siente? ¿De qué manera se controla lo que no es controlable? La mayoría de las veces no sabemos. Y nos volvemos seres ilógicos.

Entonces fui yo el ilógico.

Da igual.

Yo no he vuelto a saber de ella. Espero que le vaya bien. Pero si en algún momento nos volvemos a encontrar, le diré que he aprendido. Que ella no fue, pero que quizás si descubro de nuevo en otra parte las ganas que ella tuvo, abriré la puerta y dejaré entrar a quien las traiga, aunque luego no se quede… A pesar de que probablemente no se quede.

Pero abriré la puerta.

abrir-puertas

Y es que, ¿quién sabe? Tal vez si de veras alguien está tan empeñado en hacerte feliz, puede que quizás lo consiga…