Creí verte esta vez

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Me invité a inventar paseos al alba, botellas de vino, tardes de lluvia y manta, noches de luna llena por llenar y conversaciones en voz baja. Imaginé que serías a quien le confesaría mis miedos, por quien valdría la pena (y también la alegría) ser atrevido. Revisé en mis bolsillos para ver qué podría ofrecerte y solo soñé millones de ideas, nada infalible. Pero a mí me bastaba. Seguro de jugar mis cartas aún con una mano perdedora, pues estimé suficientes los arrestos para crecer al unísono y exponerme.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Hablé conmigo mismo de ti tantas veces que acabé atrapado en la contradicción de no divisar nada más. Los que como yo no buscan compañía tiemblan cuando reconocen una cintura a la que amarrarse. Un puerto en la tempestad, la luz de un faro para un barco a la deriva y un acantilado traidor al que darle la espalda. Y quise, claro que quise. Saltar a pesar del oleaje y nadar a contracorriente por llegar a tu bahía. Reencontrarme valiente en el espacio y volar. Volver a volar… También en avión.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Agotado de tanta belleza vacía, hastiado de desencuentros en una segunda conversación, cansado de conectar con todo el mundo menos con alguien. Hace tiempo que dejé atrás las tardes de gloria y las mañanas de pesar; en ti buscaba madrugadas de estrellas y sobremesas de caricias. Cuando ya no esperaba nada, la sombra de tu figura. Me pareció verte llegar con las manos vacías, y aunque cargaras con una mochila de cosas inservibles a tus espaldas a las que en realidad no quieres renunciar, yo no quise renunciar tampoco a intentarlo.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Te susurré cada noche antes de dormir sin que te dieras cuenta, desperté todas las mañanas contigo y viajé durante las horas del día hasta tu lado. Tan lejos. Y solo a la distancia del tiempo que tardo en cerrar mis ojos. Me miré en el espejo y vi la seguridad que había escondido muy al fondo. Y te quise grande, del tamaño del cielo. Grande hasta el horizonte. Grande hasta el infinito. A pesar de que no sería fácil, de que habría que pelear cada minuto, pues no llevo el atajo de la gloria en mi equipaje.

Creí verte esta vez. Y pensé en echar el resto. Planeé una historia en la que tú eras la protagonista. Me advertí desbocado por el incontrolable deseo de lo imposible. Me perdí en tus fotos cuando encontré en ellas el milagro de una sonrisa más tarde confirmado por lo brillante de una mirada. La magia de tus curvas cuando la alegría te come la cara, la magia de un pozo interno que alberga tesoros no descubiertos. La persona y no el personaje. Lo que no saben de ti quienes saben tanto de ti. Lo que eres cuando no quieres ser otra cosa. Lo que queda una vez desechados los envoltorios inservibles y los adornos solo útiles cuando todos miran.

Creí haberte visto antes, pero no como ahora. Nunca como ahora. Estaba convencido de que en esta ocasión no me había equivocado. No esta vez. No era posible tanta casualidad, ni tantas señales, ni tantas ganas por mi parte. Pensé en echar el resto. Derramar mis adentros y elevarte hasta el cielo. Desayunarme el mundo, contarte hasta mil, entregarte mi esencia. Adjudicarte las llaves de mi alma para que me destroces si quieres confiando en que no lo hagas. Poner mi brazo para que nunca tropieces, callarnos al ocaso.

Y es que era como otras veces antes, pero distinto como nunca. Ya había vivido este momento y sin embargo jamás de esta manera.

Pero volví a equivocarme, amor. Más fuerte que nunca.

Porque yo no conté contigo. O porque tú no me contaste contigo.

O porque tampoco eras tú. ¡Maldita sea!

No eras tú. O no eras ahora.

1255099671962_f

Posdata: donde quiera que estés y quien quiera que seas, nos veremos algún día.

 

Caídas y amnistías

Tú también lo hiciste, ¿verdad? Fuiste dando los pasos correctos, midiendo los tiempos, creándote espacio, construyendo en silencio… ¿Tú también lo hiciste? Claro que sí. Por supuesto. Porque cuando algo merece la pena tenemos paciencia, somos íntegros, mantenemos la calma y creamos de la nada. Cuando algo merece la pena cualquier hora es buena para seguir alimentando las sonrisas, regando ese jardín que esperas florezca y deslumbre algún día. Tratando de que la raíz del árbol sea firme, para que el tronco no se incline. Buscando que el tronco no se incline, para que broten los frutos. Durante ese periodo no miras el reloj, ni calculas la carga. Porque eso que quieres ver crecer merece la pena. Claro que sí.

Pero eres persona.

Tú también te equivocaste, ¿cierto? Tropezaste con un rumor, te pudo la prisa, moriste de distancia, te creíste tus propias irrealidades… ¿Tú también te equivocaste? Por supuesto. Porque eres humana o humano, porque odias ver lejos lo que quieres tan cerca. Y no sabes cuánta agua necesita el verde. Y ahogas tratando de dar vida. Las flores no se marchitan solo por carencia, puedes estropearlas por exceso. Y deambulas entre el caos, la espera eterna y el corazón contenido. Porque merece tanto la pena que te desbordas. Y lo estropeas.

Y te alejas.

Y sufres.

Porque eres persona.

Deja de depender de ti lo que un día te creó dependencia. Ya no tienes el control y eso descontrola. Vuelves a errar.

Y te alejas. Aún más.

Pero eres persona. Y deseas regresar.

Aunque depende de otro alguien. Ya no de ti.

Leí una frase en forma de pregunta estos días que rezaba lo siguiente “¿Nunca has deseado tener una segunda oportunidad para conocer a alguien por primera vez de nuevo?”

Todos, sin excepción, lo hemos querido. Con todas nuestras fuerzas. Y demostrar que podemos aprender, que no habrá más errores, que ganará la calma. No se puede cambiar lo que nunca quisiste hacer y aun así hiciste. No se puede volver en el tiempo. Lo del ‘DeLorean’ es solo fantasía. Simplemente se puede corregir para cuando llegue el futuro. El que quisiste… O el que te toque.

Todos hemos querido.

Yo soy de segundas oportunidades. Porque puede que quien haya fallado una vez quizás no vuelva a fallar. Se puede educar al instinto. No debe desaparecer, pero sí controlar. Y si existen dos caminos y un día tomas el incorrecto, hay una solución. Volver sobre tus pasos y recorrer el que sí correspondía. Aunque para eso no deben haber vallado la entrada. Soy de segundas oportunidades. Las he necesitado en cualquier ámbito de la vida. No soy perfecto. Nadie es perfecto. Las he necesitado. Las he dado.

Creo que se es grande cuando ves a otro trastabillarse y, aunque con su caída te salpique de barro, miras en su dirección por si se ha roto un hueso en lugar de fijarte en qué tan sucia ha quedado tu ropa por su culpa.

Porque en este mundo todos somos personas.

Y puede que algún día quien pierda el equilibrio y embadurnes a otro seas tú. Será entonces cuando desearás que te levanten. Y no que te miren diferente. Porque tú sabrás, pese a todo, que ese fallo no te define. Y sabrás, ante todo, que nadie más que tú lamentará ese error. Tu castigo será el hecho más que cualquier otra pena.

Sabrás si te trastabillas, y sabes aunque nunca ocurra, que hay más. Lo que eras y lo que serás. Lo que eres. Lo que quieres ser. En lo que te quieres convertir. Y lo que puedes ofrecer. Sabes que no eres, ni mucho menos, un momento de debilidad.

Levantar

Simplemente, eres persona.

Y también te gustaría que te conozcan por primera vez en una segunda ocasión.

Incoherencia

Duele.

Es como una muerte.

O peor.

Porque tienes que vivir de otro modo.

Cuando no fue la naturaleza quien te apartó.

Sino ir justo en contra de la tuya.

 

Duele.

Da igual quién tenga razón. Lo duro es la pérdida. Porque eso es lo que daña.

Nos pasamos la vida esperando un fallo del otro. Como si tú no fallaras.

Todos fallamos. Somos humanos.

 

¿Qué es lo importante?

Lo verdaderamente importante, quiero decir.

No, no es tener razón o dejar de tenerla.

No es sentirse legitimado para tomar una decisión.

Lo importante es lo que dejas de tener al decidir enfrentarte a alguien.

Culpar a alguien.

Apartar a alguien.

Lo importante es lo que tachas.

 

Como si no perdiésemos nada.

Y perdemos tanto…

 

Elegimos creer palabras de terceros y no preguntamos directamente.

Preferimos crear una estúpida película que justifique nuestros actos.

Resulta más sencillo romper por esa grieta que asoma a poner un parche sobre ella.

¿Qué demonios ocurre? ¿Acaso no había confianza?

 

¿Eso es lo que te ha importado?

¿Dónde queda lo que compartes?

Esos ratos en los que no hay nadie más y solo ustedes comprenden.

Donde desnudas tu alma, cuando hablas a pecho descubierto.

Y confiesas todo eso que no eres capaz de hablar con otra persona.

Porque ésa es la persona que entiende tu mundo interno.

 

¿Te sientes bien al perderla?

Quizás tienes miedo. Miedo a que desaparezca ese secreto tan bello.

Y cuando deja de ser un secreto, lo pierdes.

Porque la magia no se cuenta, es un susurro.

 

Y luego… Cuando las dos partes se alejan todo se llena de vacío.

Vacío al llegar a casa.

Vacío por las mañanas.

Vacío en una cabeza llena de recuerdos.

 

Y si te sientes atacado, brota el orgullo.

Dices que jamás perdonarás.

Y que al otro le toca pagar.

Las cuentas a la larga siempre son a medias.

Pero tú has decidido levantar un muro de silencio.

Y te prometes que no volverás a asomar por la mirilla.

“Ha de ser así, me ha hecho daño”.

Deja de contar todo lo que cuenta.

 

Un minuto de enojo puede acabar con un año de cimientos.

Cimientos conquistados a base de alientos y presencia.

 

Siempre uno gana y el otro pierde.

Es mentira.

Puede parecerlo al principio.

Mientras dure la incoherencia.

Pero en la mayoría de los casos, se pierde en ambos lados.

Porque se deja de tener tanto…

Solo que no te has parado a pensarlo.

Y te dedicas a correr

A darte más prisa.

Más gente.

Más ocupar el tiempo.

 

¡Qué no pare la vida!

 

“Yo aquí no me quedo.

No en mi memoria.

Tengo demasiado por hacer, demasiado por vivir.

Demasiados retos, demasiados viajes.

Demasiado.

Y no.

No era tan importante.

Tal vez jamás lo fue”.

 

Da igual que todo lo que anhelas un día se lo hayas contado a quien queda atrás.

Todos tus sueños a quien queda atrás.

 

Lejanía

 

Te voy a decir algo, en voz baja:

No da igual.

Nunca da igual.

Aunque aprendas a vivir con ello.

 

Que aprenderás.

 

Otro cantar es que valga la pena.

Pues ha dejado de valer la alegría.

 

 

 

Abrir la puerta

Han pasado muchos años. Recuerdo que era primavera. Los días eran cada vez más largos y las tardes de sol daban para mucho. Da igual de qué manera la conocí y cómo empezamos a compartir ratos. Lo pasábamos bien hablando. Nos entendíamos. Éramos un poco compinches a deshoras, cuando la vida nos daba una tregua y olvidábamos la prisa de un mundo que no para.

Una mañana un mensaje de buenos días, una tarde un “tengo ganas de verte” y una noche un beso enviado antes de dormir. Todo de repente, sin avisar. Hermoso, solo que yo no estaba, o no quería estar así. Mientras crecían sus ganas el agobio me subía y cada vez más frecuentemente yo buscaba ocupaciones que me escondieran tras la cortina queriendo que el tiempo devolviera un estado que ya no regresaría.

Por entonces yo ya sabía que nuestra complicidad le vino grande y su mirada había cambiado. Le brillaban un poco más los ojos, aunque evitara contacto visual si la descubría observándome de cerca. Incómodo, di paso a la indiferencia, que consumió su paciencia y en un acto irracional brotaron reproches y deseos que yo no podía atender y tampoco entender.

Y pensé: “ella me quiere”.

Pero no. Ella solo estaba enamorada.

Son cosas diferentes que suelen confundirse.

Para querer a alguien esa persona debe dejar que la quieran. ¿De qué vale tener amor para otro si no puede entregarse? Puedes enamorarte y tener que tragarte tus mariposas. Han de dejarte querer.

Estaba enamorada, pero no me quería. Y ése era el problema principal. Ahí nos confundimos todos, no solo yo. Claro que comenzó a hacer cosas que me incomodaron, claro que aparecieron altibajos en su mente, claro que su rabia me hizo daño. Ella no me quería. Aunque solo porque yo no la dejé hacerlo. Pero ella quería quererme, convencida. De tal forma que llegado a un punto de no retorno su fracaso cambió el decorado. Lo que para mí era azul se tiño de un gris incomprensible (no quiero ni imaginar sus colores), nubes donde siempre brillaba el sol (no quiero ni imaginar su cielo).

Sofoco en mi garganta. La di de lado. Nos alejamos.

La alejé…

Pero dicen que el karma existe, y siempre aparece.

Años más tarde, en otro escenario, me tocó interpretar el papel que no entendí antes. Al otro lado del decorado me descifré deseando darle lo mejor de mí a otra persona, aspirando a compartir más tiempo, suspirando por más buenos días y buenas noches. Mas al querer crecer solo yo, desesperación, impotencia, incomprensión. Era yo ahora el que actuaba de manera absurda. Haciendo cosas que solo podrían alejarme.

Y me di cuenta de lo que ocurría.

Estaba enamorado. Pero no me dejaban querer.

Frustración.

¿Cómo se le pide al alma que deje de sentir lo que siente? ¿De qué manera se controla lo que no es controlable? La mayoría de las veces no sabemos. Y nos volvemos seres ilógicos.

Entonces fui yo el ilógico.

Da igual.

Yo no he vuelto a saber de ella. Espero que le vaya bien. Pero si en algún momento nos volvemos a encontrar, le diré que he aprendido. Que ella no fue, pero que quizás si descubro de nuevo en otra parte las ganas que ella tuvo, abriré la puerta y dejaré entrar a quien las traiga, aunque luego no se quede… A pesar de que probablemente no se quede.

Pero abriré la puerta.

abrir-puertas

Y es que, ¿quién sabe? Tal vez si de veras alguien está tan empeñado en hacerte feliz, puede que quizás lo consiga…

Discordancia

Con el tiempo que avanza las palabras se pierden mientras los silencios se prolongan. Lo que no hace tanto era luz hoy son nubes. Tengo miedo de encontrarte apurando el andar si me ves llegar por el espejo retrovisor. Y por mi parte que todo ese vendaval que despiertas se esfume por alguna rendija que queda abierta en un rincón de mi pecho.

El amor que no puedo dar me deja vacío y me ciega el deseo. Voy a contracorriente cuando el mundo me aconseja olvidarte. Y me pregunto por qué no quiero que cicatrice la herida que me provocas. Si todo me indica que debo lanzarme al agua y nadar buscando tierra en otra parte, ¿por qué mi estúpida tozudez suelta el ancla cuando apareces en mi mente?

No debería pensarte tanto.

El milagro de tu acento, con el que desafinas maravillosamente cuando cantas si la noche da lugar a lo imprevisto, me invita a ser valiente en un universo de cobardes. Parado en el tiempo si me dedicas un escrito, miro al resto del mundo, que no sabe tanto de ti. La gente no sabe de ti… De los colores, de amaneceres, de risas en la memoria, de inspiración, de la vida.

Los días se convierten en semanas y éstas en meses. Tus ausencias aumentan. Entonces invito a mis recuerdos a hacerme daño y el deseo se muere. Quería dejarte estrellas en las gavetas y cartas debajo de la almohada. Y sin embargo me siento como un loco que no quiere querer ya más y necesita del mar para curar sus heridas. No quiero seguir insomne de ti. Ni de nadie.

No debí pensarte tanto.

Aunque no lo entiendas quiero olvidarme de tu alma, acabar para siempre y no estar aquí. Doblar la esquina y partir el amor. Partir, soltar amarras y volar. Quise caminar contigo y en los pocos paseos que imaginé te quedaste atrás, entretenida con cantos de sirena y todo aquello que te llamó más la atención que yo. Mi amistad no pudo crecer y mi corazón quedó pequeño.

Seguro no me entiendes. No sabes de mis adentros, de cómo siento y de profundidades. Perdóname si vi el cielo abierto en una frase tuya una mañana, si avisté el paraíso en tu alegría, si quise que fuese para siempre una vez. Lo siento, no contaba con contar contigo y luego no supe contar sin ti. Me equivoqué. Todo esto lo quise a tu lado, pero no era tuyo. En realidad es mío, y si acaso será de alguien que sí se atreva.

No debo pensarte más.

sas

 

Maldita distancia necesaria

De cuando dos se entienden y valoran, pero crece el sentimiento por una de las partes, solo por una. Una historia que se repite a menudo, aquí y allá, con diferentes protagonistas.

Una mañana él se dio cuenta. Lo que le ocurría, lo que descubría, quería contárselo, enseñárselo a ella antes que a nadie. Tratarlo, hablarlo… Siempre brotaba en su mente cuando se sorprendía con cada nueva revelación, con cada hallazgo. Desde lo trascendental a lo más sencillo. Cualquier detalle sin importancia sabía que iba a ser de su agrado, pues tenían tantas cosas en común que incluso llegó a asombrarse por ello. El deseo de compartir le reveló entonces que en sus ideas ella brillaba con luz propia y brotaba por encima de cualquier fantasía. Él no sabe por qué le sorprendió, pues todo en esa mujer apuntaba directamente a la base de sus cimientos.

El cambio propició que de pronto, motivado porque la pensaba más de la cuenta, los días acabaran pareciéndose demasiado a su reflejo. Había caído irremediablemente en sus manos y quería vivir. En solo un instante aquella muchacha dejó de ser una más, a pesar de que ella ni se inmutara. Era como si no fuera consigo, como si se tratase de algo trivial. No parecía percatarse de que el mundo se había frenado en seco. De un modo inevitable, se convertiría para él en el estribillo de sus mejores ratos y de pronto comenzó a descontar los minutos que precedían su siguiente conversación. Presentía adivinar sus gestos en la distancia y casi creía poder respirar el mismo aire que ella.

Una utopía. Ella no quería compartir su oxígeno. No con él. O, al menos, no así. A pesar de que le reservara en su mente una fracción de su tiempo cada día… Puedo llegar a asegurar sin temor al error que le consideraba su amigo, incluso tal vez, no cualquier amigo. De manera que igualmente, a ella él le dolía, solo que distinto.

Tras poner las cartas sobre la mesa, perdió claramente la partida. Boca arriba la bajara y una jugada que no admitía ni siquiera un farol. Consecuentemente, él debió alejarse. No importan las maneras, o lo adecuado del momento. Se presentaba una herida cada vez más enconada que no cerraba, y por la que se le escapaba el sentido sin querer. Correspondía huir, porque después de cada rato compartido, el vacío posterior lo volvía todo gris. Intentando salir ileso, acabó recogiendo los escombros de lo que quedaba tras el huracán de su musa. Mientras ella intentaba conservar todo lo bueno que creó aquel extraño vínculo, a él le pesaban cada una de las frases que deseaba decirle y ya no podía. De modo que a sabiendas de que le haría daño con sus palabras, las usó como lanza para atravesar su entereza, para romper su insistencia, para minar su paciencia. Y es que no, no podía flotar con ella cerca, no de ese modo, pese a que la chica se ofreciese a tender su mano si se hundía. Aquellas alas no soportaban el peso de todo lo que él aglomeró en su pecho. Tuvo que partir, sin consenso, sin conformidad. Era la única manera de que el tiempo y el espacio hicieran su trabajo y reparasen esa grieta por la que se le escapaba el alma.

Enfado. Decepción. Dolor. Rabia. Impotencia. Tristeza.

Maldita distancia necesaria.

Irse

Él ahora es mudo, sordo, ciego. Es invisible. Queriendo Sabiendo (no) estar. A una distancia prudencial. La correcta, la adecuada. La debida para no volver a mostrarle sus adentros, a diseccionar de nuevo su corazón. Aunque la justa para, si algún día a ella le duele el entendimiento o necesita de sus remedios, poder llegar a su lado en tan solo un suspiro.

Y hoy… Hoy él simplemente anhela algo que ella ya sabe. Que más adelante ojalá vuelvan a ser amigos, a hablar cada día y cada noche, a contarse y aconsejarse. Ojalá vuelvan a saber cómo hacerse sentir mejor, a alegrarse las horas y reírse de nuevo. Ojalá adivinen que vuelven a provocar la sonrisa del otro en la distancia. Ojalá todo vuelva. Él vuelva y ella vuelva. Sin saber de qué manera. Pero que vuelvan. Y sobre todo, que estén de acuerdo en el modo.

Porque él la echa de menos cada día. Y puede que, a su manera, ella a él también.

La historia de ellos. La historia de tantos…